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Historia

León Trotsky: Su moral y la nuestra (extractos)

agosto 5, 2016

En épocas de reacción triunfante, los señores demócratas, social-demócratas, anarquistas y otros representantes de la izquierda se ponen a desprender, en doble cantidad, emanaciones de moral, del mismo modo que transpiran doblemente las gentes cuando tienen miedo.

Por: León Trotsky

(…)

Amoralidad marxista y verdades eternas

La acusación más conocida y más impresionante dirigida contra la «amoralidad» bolchevique se apoya en la supuesta regla jesuítica del bolchevismo: «el fin justifica los medios». De ahí no es difícil extraer la conclusión siguiente: Puesto que los trotskistas, como todos los bolcheviques (o marxistas) no reconocen los principios de la moral, consecuentemente, entre trotskismo y stalinismo no existen diferencias «morales». Que es lo que se quería demostrar.

(…)

Si quisiésemos tomar en serio a nuestros señores censores, debiéramos preguntarles, ante todo, cuáles son sus principios de moral. He ahí una cuestión a la cual sería dudoso que recibiéramos respuesta.(…)

«El fin justifica los medios»

La orden de los jesuitas, fundada en la primera mitad del siglo XVI para resistir al protestantismo, no enseñó jamás –digámoslo de pasada– que cualquier medio, aunque fuese criminal desde el punto de vista de la moral católica, fuera admisible, con tal de conducir al «fin», es decir, al triunfo del catolicismo. Esta doctrina contradictoria y psicológicamente absurda fue malignamente atribuida a los jesuitas por sus adversarios protestantes y a veces también católicos, quienes, por su parte, no se paraban en escrúpulos al seleccionar medios para alcanzar sus fines. Los teólogos jesuitas —preocupados como los de otras escuelas por el problema del libre albedrío—, enseñaban en realidad que el medio, en sí mismo, puede ser indiferente y que la justificación o la condenación moral de un medio dado se desprende de su fin. Así, un disparo es por sí mismo indiferente; tirado contra un perro rabioso que amenaza a un niño, es una buena acción; tirado para amagar o para matar, es un crimen. Los teólogos de la orden no intentaron decir otra cosa, más que ese lugar común. En cuanto a su moral práctica, los jesuitas no fueron de ningún modo peores que los otros monjes o que los sacerdotes católicos; por el contrario, más bien les fueron superiores; en todo caso, fueron más consecuentes, más audaces y más perspicaces que los otros.

(…)

«Reglas morales universalmente válidas»

(…)

Sin embargo, ¿es que no existen reglas elementales de moral, elaboradas por el desarrollo de la Humanidad en tanto que totalidad, y necesarias para la vida de la colectividad entera? Existen, sin duda; pero la virtud de su acción es extremadamente limitada e inestable. Las normas «universalmente válidas» son tanto menos actuantes cuanto más agudo es el carácter que toma la lucha de clases. La forma suprema de ésta es la guerra civil; ella provoca la explosión de todos los lazos morales entre las clases enemigas.

En condiciones «normales», el hombre «normal» observa el mandamiento: «¡No matarás!»; pero si mata en condiciones excepcionales de legítima defensa, los jueces lo absuelven. Si, por el contrario, cae víctima de un asesino, éste será quien muera, por decisión del tribunal. La necesidad de tribunales, lo mismo que la de la legítima defensa, se desprende del antagonismo de intereses. En lo que concierne al Estado, éste se limita, en tiempo de paz, a legalizar la ejecución de individuos, para cambiar, en tiempo de guerra, el mandamiento «universalmente válido»: «¡No matarás!» en su contrario. Los gobiernos más «humanos» qué, en tiempo de paz, «odian» la guerra, convierten, en tiempo de guerra, en deber supremo de sus ejércitos el exterminio de la mayor parte posible de la humanidad.

Las supuestas reglas «generalmente reconocidas» de la moral conservan en el fondo un carácter algebraico, es decir, indeterminado. Expresan únicamente el hecho de que el hombre, en su conducta individual, se encuentra ligado por ciertas normas generales, que se desprenden de su pertenencia a una sociedad. (…)

La causa de la vacuidad de las normas universalmente válidas se encuentra en el hecho de que en todas las cuestiones decisivas, los hombres sienten su pertenencia a una clase, mucho más profunda e inmediatamente que su pertenencia a una «sociedad». Las normas «universalmente válidas» se cargan, en realidad, con un contenido de clase, es decir, antagónico. La norma moral se vuelve tanto más categórica cuanto menos «universal» es. La solidaridad obrera, sobre todo durante las huelgas o tras las barricadas, es infinitamente más «categórica» que la solidaridad humana en general.

La burguesía, que sobrepasa en mucho al proletariado por lo acabado y lo intransigente de su conciencia de clase, tiene un interés vital en imponer su moral a las masas explotadas. Precisamente por eso las normas concretas del catecismo burgués se cubren con abstracciones morales que se colocan bajo la égida de la religión, de la filosofía o de esa cosa híbrida que se llama «sentido común». El invocar las normas abstractas no es un error filosófico desinteresado, sino un elemento necesario en la mecánica de la engañifa de clase. La divulgación de esa engañifa, que tiene tras de sí una tradición milenaria, es el primer deber del revolucionario proletario.

Crisis de la moral democrática

Para asegurar el triunfo de sus intereses en las grandes cuestiones, las clases dominantes se ven obligadas a hacer concesiones en las cuestiones secundarías; claro que hasta la medida en que esas concesiones quepan dentro de su contabilidad. En la época del ascenso capitalista, sobre todo, durante las últimas decenas de años anteriores a la guerra, esas concesiones, por lo menos en lo que concierne a las capas superiores del proletariado, tuvieron un carácter enteramente real. La industria de esas épocas progresaba sin cesar. El bienestar de las naciones civilizadas, parcialmente también el de las masas obreras, se acrecentaba. La democracia parecía inquebrantable. Las organizaciones obreras crecían. Al mismo tiempo que ellas, crecían también lastendencias reformistas. Las relaciones entre las clases, por lo menos exteriormente, se suavizaban. Así se establecían en las relaciones sociales, junto a las normas de la democracia y a los hábitos de paz social, ciertas reglas elementales de moral. Se forjaba la impresión de una sociedad cada día más libre, justa y humana. La curva ascendente del progreso parecía infinita al «sentido común».

En lugar de eso, estalló la guerra, con su cortejo de conmociones violentas, de crisis, de catástrofes, de epidemias, de saltos atrás. La vida económica de la humanidad se encontró en un callejón sin salida. Los antagonismos de clase se exacerbaron y se manifestaron a plena luz. Los mecanismos de seguridad de la democracia comenzaron a hacer explosión uno tras otro. Las reglas elementales de la moral se revelaron todavía más frágiles que las instituciones de la democracia y las ilusiones del reformismo. La mentira, la calumnia, la venalidad, la corrupción, la violencia, el asesinato cobraron proporciones inauditas. A los espíritus sencillos y abatidos pareció que semejantes inconvenientes era resultado momentáneo de la guerra. En realidad, eran y siguen siendo manifestaciones de decadencia del imperialismo. La putrefacción del capitalismo significa la putrefacción de la sociedad contemporánea, con su derecho y con su moral.

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Moral y revolución

Entre liberales y radicales no faltan gentes que han asimilado los métodos materialistas de interpretación de los acontecimientos y que se consideran marxistas. Eso no les impide, sin embargo, seguir siendo periodistas, profesores o políticos burgueses. El bolchevique no se concibe, naturalmente, sin método materialista, inclusive en el dominio de la moral. Pero ese método no sólo le sirve para interpretar los acontecimientos, sino para crear el partido revolucionario, el partido del proletariado. Es imposible cumplir semejante tarea sin una independencia completa ante la burguesía y su moral. Sin embargo, la opinión pública burguesa domina perfecta yplenamente, en el actual momento, el movimiento obrero oficial, de William Green en los Estados Unidos, a García Oliver en España, pasando por León Blum y Maurice Thorez en Francia. El carácter reaccionario de esta época encuentra en ese hecho su más profunda expresión.

El marxista revolucionario no podría abordar su misión histórica sin haber roto moralmente con la opinión pública de la burguesía y de sus agentes en el seno del proletariado. Tal cosa exige un arrojo moral de distinto calibre del que se necesita para gritar en las reuniones públicas: «¡Abajo Hitler!» «¡Abajo Franco!» Precisamente, esa ruptura decisiva, profundamente reflexionada, irrevocable entre los bolcheviques y la moral conservadora de la grande y también de la pequeña burguesía, es lo que causa un espanto mortal a los fraseadores demócratas, a los profetas de salón y a los héroes de corredor. De ahí sus lamentaciones sobre la «amoralidad» de los bolcheviques.

(…)

Los centristas «admiten» la revolución proletaria como los kantianos admiten el imperativo categórico, es decir, como un principio sagrado, pero inaplicable en la vida de todos los días. En la esfera de la política práctica, se unen con los peores enemigos de la revolución, los reformistas-stalinistas, para luchar contra nosotros. Todo su pensamiento está impregnado de duplicidad y de falsía. Si no llegan hasta crímenes enormes sólo es porque siempre se quedan en el último plano de la política: son, en cierta forma, los carteristas de la historia. Precisamente por eso se consideran los llamados a regenerar el movimiento obrero por medio de una nueva moral.

La revolución y el sistema de rehenes

Stalin manda prender y fusilar a los hijos de sus adversarios, después de haber mandado que ellos mismos sean fusilados bajo falsas acusaciones. Las familias le sirven de rehenes, para obligar a volver del extranjero a los diplomáticos soviéticos que quisieren permitirse alguna duda sobre la probidad de Yagoda o de Iezhov. Los moralistas de la Neuer Weg creen necesario y oportuno recordar con este motivo que Trotsky se sirvió, «él también», en 1919, de una Ley de Rehenes. Y aquí es preciso citar textualmente: «La aprehensión de familias inocentes por Stalin es de una barbarie repugnante. Pero semejante cosa sigue siendo una barbarie cuando es Trotsky el que manda» (1919). ¡He ahí la moral idealista en toda su belleza! Estos criterios son tan falaces como las normas de la democracia burguesa: se supone en ambos casos la igualdad, en donde no hay ni sombra de igualdad.

No insistamos aquí en que el decreto de 1919 muy probablemente no provocó el fusilamiento de parientes de oficiales, cuya traición no sólo costaba pérdidas humanas innumerables, sino que amenazaba llevar directamente la revolución a su ruina. En el fondo, no se trata de eso. Si la revolución hubiera manifestado desde el principio menos inútil generosidad, centenares de miles de vidas habrían se ahorrado en lo que siguió. Sea lo que fuere, yo asumo la entera responsabilidad del decreto de 1919. Fue una medida necesaria en la lucha contra los opresores. Este decreto, como toda la guerra civil, que podríamos también llamar con justicia «una repugnante barbarie», no tiene más justificación que el objeto histórico de la lucha.

Dejemos a Emil Ludwig y a sus semejantes la tarea de pintarnos retratos de Abraham Lincoln, adornados con alitas color de rosa. La importancia de Lincoln reside en que para alcanzar el gran objetivo histórico asignado para el desarrollo del joven pueblo norteamericano, no retrocedió ante las medidas más rigurosas, cuando ellas fueron necesarias. La cuestión ni siquiera reside en saber cuál de los beligerantes sufrió o infligió el mayor número de víctimas. La historia tiene un patrón diferente para medir las crueldades de los surianos y las de los norteños de la Guerra de Secesión. ¡Qué eunucos despreciables no vengan a sostener que el esclavista que por medio de la violencia o la astucia encadena a un esclavo es el igual, ante la moral, del esclavo que por la astucia o la violencia rompe sus cadenas!

Cuando ya estuvo ahogada en sangre la Comuna de París y la canalla reaccionaria del mundo entero se hubo puesto a arrastrar su estandarte por el cieno, no faltaron numerosos filisteos demócratas para difamar, al lado de la reacción, a los comuneros (communards) que habían ejecutado a 64 rehenes, empezando por el arzobispo de París. Marx no vaciló un instante en tomar la defensa de esta acción sangrienta de la Comuna. En una circular del Consejo General de la Internacional, en líneas por debajo de las cuales creería uno escuchar lava que hierve, Marx recuerda primero que la burguesía usó el sistema de rehenes en su lucha contra los pueblos de las colonias y contra su propio pueblo, para referirse en seguida a las ejecuciones sistemáticas de los comuneros prisioneros por los encarnizados reaccionarios. Y continúa: Para defender a sus combatientes prisioneros, la Comuna no tenía más recurso que la toma de rehenes, acostumbrada entre los prusianos. La vida de los rehenes se perdió y volvió a perderse por el hecho de que los versalleses continuaban fusilando a sus prisioneros. ¿Habría sido posible salvar a los rehenes, después de la horrible carnicería con que marcaron su entrada a París los pretorianos de Mac Mahon? ¿El último contrapeso al salvajismo implacable de los gobiernos burgueses —la toma de rehenes— habría de reducirse a una burla?

Así escribía Marx sobre la ejecución de rehenes, a pesar de que tras él hubiese en el Consejo General no pocos Fenner Brockways, Norman Thomas y otros Otto Bauer. La indignación del proletariado mundial ante las atrocidades de los versalleses era, sin embargo, todavía tan grande, que los confusionistas reaccionarios prefirieron callar, esperando tiempos mejores para ellos, que —desgraciadamente— no tardaron en llegar. Sólo después del triunfo definitivo de la reacción fue cuando los moralistas pequeño-burgueses, en unión de los burócratas sindicales y de los fraseadores anarquistas, causaron la pérdida de la I Internacional.

Cuando la revolución de octubre se defendía contra las fuerzas reunidas del imperialismo, en un frente de ocho mil kilómetros, los obreros del mundo entero seguían el desarrollo de esta lucha con una simpatía tan ardiente que hubiese sido peligroso denunciar ante ellos el sistema de rehenes como una «repugnante barbarie». Fue precisa la completa degeneración del Estado soviético y el triunfo de la reacción en una serie de países para que los moralistas salieran de sus agujeros… en ayuda de Stalin. En efecto, si las medidas de represión tomadas para defender los privilegios de la nueva aristocracia tienen el mismo valor moral que las medidas revolucionarias tomadas en la lucha libertadora, entonces Stalin está plenamente justificado, a menos que. . . la revolución proletaria sea condenada en masa.

Al mismo tiempo que buscan ejemplos de inmoralidades en los acontecimientos de la guerra civil en Rusia, los señores moralistas se ven obligados a cerrar los ojos ante el hecho de que la revolución española restableció también el sistema de rehenes, por lo menos, durante el período en que fue una verdadera revolución de masas. Si los detractores todavía no se han atrevido a atacar a los obreros españoles por su «repugnante barbarie», es únicamente porque el terreno de la península ibérica está aún demasiado quemante para ellos. Es mucho más cómodo remontarse a 1919. Eso es ya historia: los viejos habrán ya olvidado y los jóvenes todavía no aprenden. Por esa misma razón, los fariseos de cualquier matiz retornan con tanta insistencia a Kronstadt y Makhno: ¡sus emanaciones de moral pueden exhalarse aquí libremente!

La «amoralidad» de Lenin

Los «socialistas revolucionarios» rusos han sido siempre los hombres más morales: en el fondo, eran sólo pura ética. Eso no les impidió, sin embargo, engañar a los campesinos rusos durante la revolución. En el órgano parisiense de Kerensky —el mismo socialista ético, precursor de Stalin en la fabricación de falsas acusaciones contra los bolcheviques— el viejo «socialista revolucionario» Zenzinov escribe: «Lenin enseñó, como se sabe, que para alcanzar el fin que se asignan, los bolcheviques pueden y a veces deben «usar de diversas estratagemas, del silencio y del disimulo de la verdad…» (Nóvaia Rosiia, 17 de febrero de 1938, pág. 3). De ahí la conclusión ritual: el stalinismo es hijo legítimo del leninismo.

Por desgracia, ese detractor ético no sabe ni siquiera citar honradamente. Lenin escribió: «Es preciso saber aceptarlo todo, todos los sacrificios, y aún —en caso de necesidad—, usar de estratagemas varias, de astucia, de procedimientos ilegales, de silencio, del disimulo de la verdad, para penetrar en los sindicatos, mantenerse en ellos, proseguir en ellos la acción comunista«. La necesidad de estratagemas y de astucias —según la explicación de Lenin—, era consecuencia del hecho de que la burocracia reformista, entregando a los obreros al capital, persigue a los revolucionarios y recurre inclusive contra ellos a la policía burguesa. La «astucia» y el «disimulo de la verdad» no son, en el caso, más que los medios de una defensa legítima contra la burocracia reformista y traidora.

El partido de Zenzinov mismo desarrolló, hace años, un trabajo ilegal contra el zarismo y más tarde contra el bolchevismo. En ambos casos, se sirvió de astucias, de estratagemas, de falsos pasaportes y de otras formas de «disimulo de la verdad». Todos esos medios fueron considerados por él no sólo «éticos», sino hasta heroicos, puesto que correspondían a los fines políticos de la democracia pequeño-burguesa. La situación, sin embargo, cambia tan pronto como los revolucionarios proletarios se ven obligados a recurrir a medidas conspirativas contra la democracia pequeño-burguesa. ¡La clave de la moral de esos señores, como se ve, tiene carácter de clase!

El «amoralista» Lenin recomienda abiertamente, en la prensa, servirse de astucias de guerra para con los líderes que traicionan a los obreros. El moralista Zenzinov trunca deliberadamente una cita por sus dos extremos, a fin de engañar a sus lectores: el detractor ético ha sabido ser, como de costumbre, un bribón ruin. ¡No inútilmente gustaba Lenin repetir que es terriblemente difícil ir contra un adversario de buena fe!

El obrero que no oculta al capitalista la «verdad» sobre las intenciones de los huelguistas es sencillamente un traidor que sólo merece desprecio y boicot. El soldado que comunica la «verdad» al enemigo es castigado como espía. Kerensky mismo intentó con mala fe acusar a los bolcheviques de haber comunicado la «verdad» al Estado Mayor de Ludendorff. Resulta así que la «santa verdad» no es un fin en sí. Por encima de ella, existen criterios más imperativos que, como lo demuestra el análisis, tienen un carácter de clase.

Una lucha a muerte no se concibe sin astucias de guerra; en otras palabras, sin mentiras ni engaños. ¿Pueden los proletarios alemanes no engañar a la policía de Hitler? ¿Los bolcheviques soviéticos obran «amoralmente» engañando a la G.P.U.? Todo burgués honrado aplaude la habilidad del policía que logra atrapar con astucias a un peligroso gánster. ¿Y no va a ser permitida la astucia cuando se trata de derrocar a los gánsteres del imperialismo?

(…)

«Todo lo que nace es digno de perecer» —dice el dialéctico Goethe. La ruina del partido bolchevique —episodio de la reacción mundial—, no disminuye, sin embargo, su importancia en la historia mundial. En la época de su ascenso revolucionario, es decir, cuando representaba verdaderamente la vanguardia proletaria, fue el partido más honrado de la historia. Cuando lo pudo, claro que engañó a las clases enemigas; pero dijo la verdad a los trabajadores, toda la verdad y sólo la verdad. Únicamente gracias a eso fue como conquistó su confianza, más que cualquier otro partido en el mundo.

Los dependientes de las clases dirigentes tratan al constructor de ese partido de «amoralista». A ojos de los obreros conscientes, esta acusación le rinde honor. Significa que Lenin se rehusaba a reconocer las reglas de moral establecidas por los esclavistas para los esclavos, y nunca observadas por los esclavistas mismos; significa que Lenin incitaba al proletariado a extender la lucha de clases inclusive al dominio de la moral. ¡Quien se incline ante las reglas establecidas por el enemigo no vencerá jamás!

La «amoralidad» de Lenin, es decir, su rechazo a admitir una moral por encima de las clases, no le impidió conservarse durante toda su vida fiel al mismo ideal; darse enteramente a la causa de los oprimidos; dar pruebas de la mayor honradez en la esfera de las ideas y de la mayor intrepidez en la esfera de la acción; no tener la menor suficiencia para con el «sencillo» obrero, con la mujer indefensa y con el niño. ¿No parece que la «amoralidad» sólo es, en este caso, sinónimo de una más elevada moral humana?

Un episodio edificante

Es conveniente referir aquí un episodio que, aunque de poca importancia en sí, ilustra bastante bien la diferencia entre su moral y la nuestra. En 1935, en cartas a mis amigos belgas, desarrollé la idea de que el intento de un joven partido revolucionario de crear sus «propios» sindicatos equivaldría al suicidio. Es preciso ir a buscar a los obreros en donde estén. Pero, ¿eso significa dar cuotas para el sostenimiento de un aparato oportunista? Claro, respondí. Para tener derecho a desarrollar un trabajo de zapa contra los reformistas es preciso provisionalmente pagarles tributo. Pero, ¿los reformistas no permitirán desarrollar un trabajo de zapa contra ellos? Claro, respondí. El trabajo de zapa exige medidas conspirativas. Los reformistas son la policía política de la burguesía, en el seno de la clase obrera. Es preciso saber obrar sin su autorización, y a pesar de sus prohibiciones… En el curso de una pesquisa hecha por casualidad en casa del camarada D., en relación —si no me equivoco—, con un asunto de suministro de armas a los obreros españoles, la policía belga se apoderó de mi carta. Algunos días más tarde fue publicada. La prensa de Vandervelde, de De Man y de Spaak no escaseó las fulminaciones contra mi «maquiavelismo» y mi «jesuitismo». ¿Y quiénes eran, pues, mis censores?

Presidente de la II Internacional durante largos años, Vandervelde se había convertido desde hacía tiempo en el hombre de confianza del capital belga. De Man, quien en una serie de tomos panzudos había tratado de ennoblecer el socialismo, gratificándolo con una moral idealista y aproximándose, a escondidas, a la religión, aprovechó la primera ocasión para engañar a los obreros y convertirse en un ordinario ministro de la burguesía. En cuanto a Spaak, la cosa es todavía más impresionante. Año y medio antes, este caballero se encontraba en la oposición socialista de izquierda y había venido a verme a Francia para consultarme respecto de los métodos de lucha contra la burocracia de Vandervelde. Yo le había expuesto las ideas que más tarde formaron el contenido de mi carta. Un año apenas después de su visita, Spaak renunciaba a las espinas para quedarse con la rosa. Traicionando a sus amigos de la oposición, se convertía en uno de los ministros más cínicos del capital belga. En los sindicatos y en el partido, esos caballeros ahogan cualquier crítica, desmoralizan y corrompen sistemáticamente a los obreros más avanzados y excluyen también sistemáticamente a los imbéciles. Se distinguen de la G.P.U. únicamente por el hecho como haber recurrido hasta hoy a la efusión de sangre: como buenos patriotas que son, reservan la sangre obrera para la próxima guerra imperialista. Está claro: ¡Es preciso ser un enviado del diablo, un monstruo moral, un «cafre», un bolchevique para dar a los obreros revolucionarios el consejo de observar las reglas de la conspiración en la lucha contra esos caballeros!

Desde el punto de vista de la legalidad belga, mi carta no contenía, naturalmente, nada criminal. La policía de un país «democrático» se hubiera sentido obligada a restituirla al destinatario, con sus excusas. La prensa del partido socialista hubiera debido protestar contra una pesquisa dictada por el cuidado de los intereses del general Franco. Los señores socialistas no experimentaron, sin embargo, el menor embarazo en sacar partido del servicio indiscreto que les ofrecía la policía: sin lo cual no hubieran gozado de la feliz ocasión de manifestar, una vez más, la superioridad de su moral sobre la amoralidad de los bolcheviques.

Todo es simbólico en este episodio. Los social-demócratas belgas me abrumaron con su indignación, en el momento preciso en que sus camaradas noruegos nos tenían, a mi mujer y a mí, tras de la reja, para impedirnos cualquier defensa contra las acusaciones de la G.P.U. El gobierno noruego sabía perfectamente que las acusaciones de Moscú eran falsas: el órgano oficial de la social-democracia lo escribió con todas sus letras desde el primer día. Pero Moscú atacó el bolsillo de los armadores y los comerciantes en pescado noruegos —y los señores social-demócratas se pusieron inmediatamente a cuatro patas. El jefe del partido, Martín Tranmael, es más que una autoridad en materia moral, es un justo: no bebe ni fuma, es vegetariano y se baña en invierno en agua helada. Eso no le impidió, después de habernos mandado prender por órdenes de la G.P.U., invitar, especialmente para calumniarme, al agente noruego de la G.P.U., Jacob Friis, burgués sin honor ni conciencia. Pero basta…

La moral de esos señores consiste en reglas convencionales y procedimientos oratorios destinados a tapar sus intereses, sus apetitos y sus terrores. En su mayor parte, están dispuestos a todas las bajezas —a la renegación, a la perfidia, a la traición—, por ambición o por lucro. En la esfera sagrada de los intereses personales, el fin justifica los medios. Perfectamente por eso necesitan un código moral particular, práctico y al mismo tiempo elástico, como unos buenos tirantes. Detestan a quienquiera que revela a las masas su secreto profesional. En tiempo de «paz», su odio se expresa por medio de calumnias, vulgares o «filosóficas». Cuando los conflictos sociales se avivan, como en España, esos moralistas, estrechando la mano de la G.P.U., exterminan a los revolucionarios. Y para justificarse, repiten que «trotskismo y estalinismo son una y la misma cosa».

Interdependencia dialéctica del fin y de los medios

El medio sólo puede ser justificado por el fin. Pero éste, a su vez, debe ser justificado. Desde el punto de vista del marxismo, que expresa los intereses históricos del proletariado, el fin está justificado si conduce al acrecentamiento del poder del hombre sobre la naturaleza y la abolición del poder del hombre sobre el hombre.

¿Eso significa que para alcanzar tal fin todo esté permitido? — nos preguntará sarcásticamente el filisteo, revelando que no ha comprendido nada. Está permitido —responderemos—, todo lo que conduce realmente a la liberación de la humanidad. Y puesto que este fin sólo puede alcanzarse por caminos revolucionarios, la moral emancipadora del proletariado posee —indispensablemente—, un carácter revolucionario. Se opone irreductiblemente no sólo a los dogmas de la religión, sino también a los fetiches idealistas de toda especie, gendarmes filosóficos de la clase dominante. Deduce las reglas de la conducta de las leyes del desarrollo de la humanidad, y por consiguiente, ante todo, de la lucha de clases, ley de leyes.

¿Eso significa, a pesar de todo, que en la lucha de clases contra el capitalismo todos los medios estén permitidos: la mentira, la falsificación, la traición, el asesinato, etc.? —insiste todavía el moralista–. Sólo son admisibles y obligatorios —le responderemos—, los medios que acrecen la cohesión revolucionaria del proletariado, inflaman su alma con un odio implacable por la opresión, le enseñan a despreciar la moral oficial y a sus súbditos demócratas, le impregnan con la conciencia de su misión histórica, aumentan su bravura y su abnegación en la lucha. Precisamente de eso se desprende que no todos los medios son permitidos.

Cuando decimos que el fin justifica los medios, resulta para nosotros la conclusión de que el gran fin revolucionario rechaza, en cuanto medios, todos los procedimientos y métodos indignos que alzan a una parte de la clase obrera contra las otras; o que intentan hacer la dicha de las demás sin su propio concurso; o que reducen la confianza de las masas en ellas mismas y en su organización, substituyendo tal cosa por la adoración de los «jefes». Por encima de todo, irreductiblemente, la moral revolucionaria condena el servilismo para con la burguesía y la altanería para con los trabajadores, es decir, uno de los rasgos más hondos de la mentalidad de los pedantes y de los moralistas pequeño-burgueses.

Esos criterios no dicen, naturalmente, lo que es permitido y lo que es inadmisible en cada caso dado. Semejantes respuestas automáticas no pueden existir. Los problemas de la moral revolucionaria se confunden con los problemas de la estrategia y de la táctica revolucionarias. Respuesta correcta a esos problemas, únicamente puede encontrarse en la experiencia viva del movimiento, a la luz de la teoría.

El materialismo dialéctico desconoce el dualismo de medios y fines. El fin se deduce naturalmente del movimiento histórico mismo. Los medios están orgánicamente subordinados al fin. El fin inmediato se convierte en medio del fin ulterior. En su drama, Franz von Sickingen, Ferdinand Lassalle pone las palabras siguientes en boca de uno de sus personajes:

No muestres sólo el fin,

muestra también la ruta.

Pues el fin y el camino

tan unidos se hallan

Que uno en otro se cambian,

Y cada nueva ruta

descubre nuevo fin.

Los versos de Lassalle son muy imperfectos. Lo que es peor aún, en la política práctica, Lassalle se separó de la regla enunciada por él: baste recordar que llegó hasta negociaciones secretas con Bismarck. La interdependencia del fin y de los medios, sin embargo, está expresada, en el caso de los versos reproducidos, de modo enteramente exacto. Es preciso sembrar un grano de trigo para cosechar una espiga de trigo.

¿El terrorismo individual, por ejemplo, es o no admisible, desde el punto de vista de la «moral pura»? En esta forma abstracta, la cuestión, para nosotros, carece de sentido. Los burgueses conservadores suizos, hoy todavía, conceden honores oficiales al terrorista Guillermo Tell.

Nosotros simpatizamos enteramente con el bando de los terroristas irlandeses, rusos, polacos, hindúes, en su lucha contra la opresión nacional y política. Kirov, sátrapa brutal, no suscita ninguna compasión. Nos mantenemos neutrales frente a quien lo mató, sólo porque ignoramos los móviles que lo guiaron. Si llegáramos a saber que Nicolaiev hirió conscientemente, para vengar a los obreros cuyos derechos pisoteaba Kirov, nuestras simpatías estarían enteramente al lado del terrorista. Sin embargo, lo que decide para nosotros no son los móviles subjetivos, sino la adecuación objetiva. ¿Ese medio puede conducir realmente al fin?

En el caso del terror individual, la teoría y la experiencia atestiguan que no. Nosotros decimos al terrorista: Es imposible reemplazar a las masas; sólo dentro de un movimiento de masas podrás emplear útilmente tu heroísmo. Sin embargo, en condiciones de guerra civil, el asesinato de ciertos opresores cesa de ser un acto de terrorismo individual. Si, por ejemplo, un revolucionario hubiese hecho saltar al general Franco y a su Estado Mayor, es dudoso que semejante acto hubiera provocado una indignación moral, aún entre los eunucos de la democracia. En tiempo de guerra civil, un acto de ese género sería hasta políticamente útil. Así, aún en la cuestión más aguda —el asesinato del hombre por el hombre—, los absolutos morales resultan enteramente inoperantes. La apreciación moral, lo mismo que la apreciación política, se desprende de las necesidades internas de la lucha.

La emancipación de los trabajadores sólo puede ser obra de los trabajadores mismos. Por eso no hay mayor crimen que engañar a las masas, que hacer pasar las derrotas por victorias, a los amigos por enemigos, que corromper a los jefes, que fabricar leyendas, que montar procesos falsos, en una palabra, que hacer lo que hacen los stalinistas. Esos medios sólo pueden servir un único fin: el de prolongar la dominación de una pandilla, condenada ya por la historia. No pueden servir, sin embargo, para la emancipación de las masas. He ahí por qué la IV Internacional desarrolla contra el stalinismo una lucha a muerte.

Las masas, naturalmente, no carecen de pecado. La idealización de las masas nos es extraña. Las hemos visto en circunstancias variadas, en diversas etapas, en medio de los más grandes sacudimientos políticos. Hemos observado su lado fuerte y su lado débil. El fuerte, la decisión, la abnegación, el heroísmo, encontraron siempre su expresión más alta en los períodos de ascenso de la revolución. En aquellos momentos, los bolcheviques estuvieron a la cabeza de las masas. Otro capítulo de la historia se abrió en seguida, cuando se revelaron los lados débiles de los oprimidos: heterogeneidad, falta de cultura, horizontes limitados. Fatigadas, distendidas, desilusionadas, las masas perdieron confianza en ellas mismas y cedieron su sitio a una nueva aristocracia. En este período, los bolcheviques (los «trotskistas») se hallaron aislados de las masas.

Prácticamente, hemos recorrido dos de esos grandes ciclos históricos: 1897-1905, años de ascenso; 1907-1913, años de reflujo; 1917-1923, años de ascenso, sin precedente en la historia; después, un nuevo período de reacción, que todavía hoy no ha terminado. De esos grandes acontecimientos, los «trotskistas» han aprendido el ritmo de la historia; en otros términos la dialéctica de la lucha de clases. Han aprendido y parece, hasta cierto grado, que han acertado a subordinar a ese ritmo objetivo sus planes y sus programas subjetivos. Han aprendido a no desesperar porque las leyes de la historia no dependen de nuestros gustos individuales o no se someten a nuestros criterios morales. Han aprendido a subordinar sus gustos individuales a las leyes de la historia. Han aprendido a no temer ni a los enemigos más poderosos, si su poder se halla en contradicción con las necesidades del desenvolvimiento histórico. Saben nadar contra la corriente, con la honda convicción de que el nuevo flujo histórico de poderoso impulso los llevará hasta la orilla. No todos arribarán: muchos se ahogarán. Pero tomar parte en ese movimiento con los ojos abiertos y con la voluntad tensa — ¡sólo eso puede dispensar la satisfacción moral suprema dable a un ser pensante!

Coyoacán, a 16 de febrero de 1938.

P. S. Escribía estas páginas sin saber que durante esos días mi hijo luchaba con la muerte. Dedico a su memoria este corto trabajo que —así lo espero—, habría conseguido su aprobación: porque León Sedov era un revolucionario auténtico y despreciaba a los fariseos.

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