Sáb Jul 27, 2024
27 julio, 2024

Acelerando en el vacío: la crisis neoliberal de la sociabilidad y la salud mental

En esta segunda semana de enero, se publicó en el portal de la LIT-CI el texto “Alienación en el capitalismo y la salud mental”, firmado por Giorgio Viganò, de Italia. Y, en primer lugar, la iniciativa de abordar el tema de la salud mental es muy importante y urgente. No hay quien niegue el aumento de los casos de enfermedad mental –sobre todo en el escenario pospandemia– y que no reconozca el tema como un tema latente de nuestro tiempo. Y no somos nosotros los que lo decimos. La depresión fue considerada por la Organización Mundial de la Salud como el “mal del siglo”, por mencionar solo uno de los trastornos. Las organizaciones políticas necesitan empezar a mirar seriamente el tema, primero como una cuestión y aspecto social del capitalismo contemporáneo y, segundo, como un problema incluso organizativo. Al fin y al cabo, son temas que también afectan a nuestros militantes y camaradas. Entonces, quiero hacer un diálogo con el camarada Viganò y puntuar algunas cuestiones.

Por Romerito Pontes

La concepción biomédica

La primera versa sobre la ideología reduccionista, acertadamente criticada por el autor. Durante muchos siglos de desarrollo de la Medicina, desde los tiempos en que las enfermedades eran consideradas manifestaciones sobrenaturales, ser “saludable” significaba no tener enfermedades. Es decir, una concepción que atendía plenamente los principios de la lógica formal (identidad, no contradicción y tercero excluido). En resumen: la salud es la ausencia de enfermedad, gozar de salud es no padecer enfermedades. Esta concepción prevaleció hasta mediados de la década de 1940, cuando la Organización Mundial de la Salud comenzó a considerar el completo bienestar físico, mental y social en su definición de salud, extendiendo así la concepción más allá de la “ausencia de enfermedad”.

Pero el desarrollo de las ciencias médicas no quedó al margen de estas formulaciones. Vale la pena recordar que en el siglo XIX vivimos el auge de las concepciones positivistas que imprimieron una fuerte lectura biomédica en la comprensión de la vida, incluso en sus aspectos sociales. No por casualidad, en esa misma época, las ideologías y los prejuicios ganaron estatus científico a partir de abordajes mecanicistas y biomédicos. Por ejemplo, la frenología, una pseudociencia que buscaba identificar tendencias criminales a partir de patrones fenotípicos. Teorías racistas y eugenésicas como la del darwinismo social también ganaron fundamentación con apariencia científica basada en aspectos biomédicos y genéticos, como en el caso de la supuesta superioridad de algunas razas.

El cambio en la concepción de la OMS fue importante, pero las marcas de ese positivismo biomédico y reduccionista siguen latentes en parte de las prácticas de salud hoy, especialmente sobre aquellas que de alguna manera tienen una interfaz con aspectos de la vida social. El tema de la “teoría de la serotonina” planteada por Viganò, por ejemplo, es apropiado, aunque ello no resta importancia a la investigación sobre los aspectos bioquímicos del funcionamiento encefálico. La trampa de la ideología positivista y reduccionista contenida en la concepción biomédica de la salud mental, mientras tanto, opera en otro nivel que va al encuentro de algunas especificidades del capitalismo contemporáneo. Volveremos sobre esta cuestión.

¿De qué momento del capitalismo estamos hablando?

Las organizaciones políticas se están dando cuenta poco a poco de la importancia del tema de la salud mental. Naturalmente, las primeras conclusiones sobre este debate apuntan a los impactos del capitalismo sobre la salud mental. Pero si queremos profundizar en la cuestión, debemos preguntarnos: ¿por qué el capitalismo no provocaba estos problemas antes como los provoca hoy? El propio Viganò introduce su texto diciendo que los trastornos mentales han ido en aumento en los últimos cuarenta años, aunque no se arriesgue mucho a explicar el porqué.

Esta es una pregunta justa y que necesita respuestas. El capitalismo es un modo de producción que ya tiene algunos siglos. Si consideramos el capitalismo industrial, que surgió con la primera Revolución Industrial a finales del siglo XVIII y en el XIX, tiene al menos doscientos años. Ahora bien, si es cierto que el capitalismo ha sido el mismo desde entonces, al menos en sus bases estructurales no ha habido un cambio radical, ¿cuál es la especificidad de su momento hoy que hace que se agudice la crisis de la salud mental? La pista la da el propio Viganò: cuarenta años atrás.

Ascenso de la ideología neoliberal y erosión de la sociabilidad

Cuando decimos “cuarenta años atrás” nos referimos a la década de 1980. ¿Y qué hubo allí de específico que pudo haber desencadenado la crisis de la salud mental? Tenemos una corazonada: el ascenso de la ideología neoliberal. Lo cual, es cierto, no cambia los cimientos estructurales del capitalismo, sino que lo sitúa en otro nivel ideológico. Porque el neoliberalismo no es solo una filosofía gerencial de los asuntos económicos, sino una filosofía que impacta la vida en su totalidad. Después de todo, a medida que la producción comienza a reorganizarse bajo la batuta de otros dictámenes ideológicos, toda la sociabilidad se ve afectada por esto.

Por ejemplo, las grandes concentraciones de obreros en las fábricas y, en consecuencia, en los sindicatos, aspecto clásico del período fordista, son profundamente reformuladas por el neoliberalismo. Hay un aumento de las tercerizaciones y de las cuarterizaciones, mayor encadenamiento de la producción a nivel global, disminución del tiempo de rotación del capital y aceleración de la vida, automatización y consecuentes despidos, precarización del trabajo y destrucción de los derechos. Todo esto disuelve la vieja formación fordista de la producción y la sociabilidad que de ella resultaba. La posibilidad total del teletrabajo hoy nos priva incluso de la socialización que –con todos los problemas– se produce en el ambiente de producción y/o servicio. Asimismo, los sindicatos se están vaciando en la medida en que el propio proceso productivo va siendo pulverizado y precarizado.

Aún con respecto a la sociabilidad, es necesario mencionar la creciente mercantilización y privatización de todos los espacios públicos. El neoliberalismo, desde su concepción de Estado mínimo, tiene aversión a todo esto y arroja todos los parques, teatros, clubes, espacios de convivencia públicos en manos de la iniciativa privada a través de las privatizaciones. No solo se disipa la sociabilidad de la producción, sino que los muros privatistas coartan cualquier posibilidad de sociabilidad pública.

Finalmente, los altos niveles de precariedad laboral sumados al extremo individualismo neoliberal son terreno fértil para la proliferación de cualquier ideología emprendedora, desde los entrenadores hasta las teologías de la prosperidad, que simplemente culpan al individuo por su fracaso. El miedo al despido se convierte en miedo a sentirse ​​individualmente fracasado, como si los despidos estuvieran motivados única y exclusivamente por méritos, y no por la propia dinámica macroeconómica. La precarización de la vida, la corrosión de la sociabilidad y el extremo individualismo son características del neoliberalismo muy costosas para la salud mental de las personas.

La caída de la URSS y el “mundo posible”

Por último, pero no menos importante, debe mencionarse la caída de la Unión Soviética. No solo por su impacto objetivo, sino también por su impacto subjetivo. Mark Fisher se complace en rescatar el famoso eslogan de Margaret Thatcher –“There is not alternative” [“No hay alternativa”]– para explicar cómo la caída de la URSS y el ascenso del individualismo neoliberal crean un componente ideológico derrotista, de resignación y aceptación de la tragedia social en que nos encontramos. Si este es el único mundo posible, lo que nos queda es intentar mejorar la situación individualmente. Como dice Zizek y reafirma Fisher: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Estamos privados hasta de soñar con un mundo diferente.

Por lo tanto, la falta de perspectiva social, la precarización de la vida, la corrosión de la sociabilidad y el extremo individualismo nos parecen los componentes objetivos e ideológicos del capitalismo contemporáneo –en su fase neoliberal– que sirven como detonantes de la crisis de salud mental en que encontramos.

No nos parece casual que asistamos también, al menos en América Latina, al ascenso de grupos neopentecostales fundados bajo la égida de la teología de la prosperidad, por no hablar del ascenso de todo tipo de sectas, empezando por algunos grupos bolsonaristas en el Brasil. Estos grupos cumplen una doble función: al apropiarse de toda la vida de los fieles, las iglesias terminan ocupando un espacio vacío dejado por la corrosión neoliberal de la sociabilidad. No se trata solo de una creencia religiosa, sino de toda una reestructuración de la vida, incluida la sociabilidad. Cada vez más las nuevas iglesias se parecen con clubes sociales, desde infraestructura hasta las actividades como conciertos, teatros, clubes y actividades para todas las dimensiones de la vida. Al mismo tiempo en que se atentan con una perspectiva individualista de prosperidad, aunque sea ficticia. Tal crisis también ayuda a explicar, en parte, el surgimiento de mitomanías y la adhesión a líderes autoritarios y paternalistas, en general populistas de derecha. El vacío dejado por la destrucción neoliberal es ocupado por toda suerte de oportunistas.

Vigilancia y dataficación

Pero volvamos a la concepción biomédica. ¿Qué tiene que ver ella con el neoliberalismo? Pues bien, el neoliberalismo que tanto criticaba la burocratización y la centralización soviética terminó creando, contradictoriamente, una “burocratización difusa”, digamos. El proceso de subsunción real y formal del trabajo al capital –como lo describe Marx– siempre ha implicado alguna forma de normatización de los procesos de la vida cotidiana. Bajo el proceso industrial de producción, ahora tenemos hora para despertarnos, comer, divertirnos, etc. Pero en su afán por acelerar y aumentar la productividad, el neoliberalismo acaba por metrificar y medir todos los aspectos de la vida, transformándolo todo en datos, lo que sitúa en un nivel superior el proceso de normatización de la vida cotidiana. Un componente ideológico muy reforzado por el ascenso de las big techs, la plataformización del trabajo y sus métodos de rankeamiento, el desarrollo de algoritmos y la inteligencia artificial. Todo lo que es sólido se transforma en datos. Y todo lo que dato es también «metrificable» y metrificado. Y en la medida en que se reducen a métricas, las cosas se vacían de su humanidad.

La vida se ha convertido en un «museo de grandes novedades». Nunca se ha creado tanto al mismo tiempo en que el mundo nunca fue tan “sin gracia”. La vida nunca ha sido tan acelerada sin salir del lugar. Innovación, disrupción o cualquier otra palabra de moda. La sensación es que corremos, corremos… y morimos en la playa. Aceleramos en el vacío de tal manera que la velocidad poco importa: nuestro entorno es siempre el mismo a pesar de ella. Nada de esto tiene sentido vaciado de humanidad.

Esta obsesión por la metrificación, la medición y la clasificación va al encuentro directo de la concepción biomédica reduccionista, que acaba especializándose en producir diagnósticos, léase: medición y clasificación. Para todo hoy se produce un diagnóstico que tiene, como consecuencia directa, la medicalización de la vida en su totalidad. Hay una norma de lo que es una vida feliz y saludable (y productiva, claro) y quien no se encaje se verá forzado por la medicalización.

Un paréntesis para una observación lingüística: hablamos genéricamente de un producto de calidad. «Un automóvil de calidad», por ejemplo. Pero cuando se trata de nuestras vidas y de nuestro cotidiano, la cosa se invierte: estamos hablando de calidad de vida. La inversión no es casual. Es justamente porque la calidad –predefinida y formateada a priori– es el producto en sí y las vidas que vienen después deben adaptarse a esa mercadería llamada “calidad de vida”. Bajo el capitalismo, no hay espacio para que las vidas se tornen de calidad, pero hay un calidad-producto que se puede adquirir como mercadería o servicio.

Claro que la Big Pharma, como rama capitalista, aprovecha esto para aumentar las ventas. Por cierto, como cualquier otra rama capitalista, principalmente en tiempos de ESG (Environmental, Social and Governance). Pero el boom de la “diagnostización” tiene más que ver con un enfoque neoliberal de medición de los procesos que con el aspecto capitalista de la Big Pharma.

Big Pharma y la salida mística

Lo que no quiere decir que la medicalización sea un problema en sí mismo. Veamos. Somos críticos del modelo del agronegocio, pero eso no significa que estemos en contra del desarrollo tecnológico del campo que busca aumentar la productividad, la calidad de los alimentos y la preservación del medio ambiente. Del mismo modo, la crítica a la Big Pharma no puede ser la crítica a los fármacos en sí. El avance de la medicina se debe mucho a esto. Véase la importancia de la producción masiva de vacunas, para centrarnos en un caso reciente. El riesgo que se corre es que con la crítica a los fármacos en sí, se acaben alimentando ideologías místicas y pseudocientíficas como terapias alternativas y ritualistas. La crítica a la Big Pharma no puede servir de cuna para el anticientificismo. Aquí, nuevamente, la erosión provocada por el capitalismo en su fase neoliberal está siendo ocupada por oportunistas, más específicamente, por la charlatanería de todo tipo que crece en las grietas de la Big Pharma. Muchas veces las propias curas milagrosas acaban convirtiéndose en grandes negocios.

Tampoco está descartado que parte de los casos de trastornos en salud mental puedan y deban ser tratados con fármacos o que sus principales causas sean aspectos bioquímicos del encéfalo. Ni que los fármacos sean importantes para el control de las soluciones límites y extremas. La crítica a la Big Pharma debe centrarse en el problema de la mercantilización de una vida normatizada como solución vendible a una vida precarizada y con la sociabilidad erosionada.

La lucha por la salud mental

Finalmente, Viganò esboza un indicativo programático para el tema de la salud mental que se basa básicamente en “inversiones masivas en atención a la salud mental, sobre todo un gran plan de reclutamiento que permita a todos tener una terapia personalizada de acuerdo con las exigencias reales. Con eso, también reivindicamos la nacionalización –y por lo tanto la gratuidad– de los servicios de psicoterapia, hoy ampliamente privados”.

Ahora bien, es un buen comienzo en la medida en que el debate es inicial. Pero la idea de que la psicoterapia es una cura, lo que parece estar entre líneas del argumento, sugiere un intento de normalizar vidas disgregadas. En este sentido, se trata de una reducción de daños, un tratamiento. Pero la salud mental no es meramente un problema de presupuesto nacional.

Por supuesto, las terapias son importantes, más aún en los casos en que el sujeto ya está enfermo. Pero la terapia no es solo para los enfermos. Es un ejercicio de autoconocimiento y madurez que es bueno y sirve para cualquier persona en cualquier momento de la vida.

Pero si realmente queremos superar las enfermedades mentales provocadas por el capitalismo en su momento neoliberal, es mejor prevenir que tratar y reducir daños. ¿Y en qué consistiría una política neoliberal de prevención de enfermedades mentales? En la garantía del trabajo digno, de una vida estable y en la reestructuración de la sociabilidad desmoronada por el capitalismo y, más rápidamente, por décadas de neoliberalismo. Esto implica no solo el acceso a los servicios de salud, sino también a la cultura, el ocio, al espacio público, al tiempo libre y a la reestructuración del propio proceso productivo. Implica la posibilidad de reapropiarnos de nuestras propias vidas, usurpadas por la explotación y la alienación. Eso es lo que el capitalismo no puede garantizar.

Traducción: Natalia Estrada.

Más contenido relacionado:

Artículos más leídos: