Los trastornos mentales «comunes», como a veces se denominan técnicamente la depresión y la ansiedad, han ido en aumento durante casi cuarenta años. Los años de pandemia han destapado la caja de Pandora: hoy no podemos ignorar que el sufrimiento psíquico es uno de los rasgos salientes del capitalismo decadente. Serpentea por las calles y en los hogares, no encuentra aceptación y respuestas en la atención de la salud y se derrama como una niebla negra por toda la sociedad: no comprendida, los nombres que la medicina ha dado para ellas son abusados, vaciados de significado, incluso “marcados”; pero a veces trágicamente faltan, falta un diagnóstico, falta una atención específica, falta un camino de resolución.
Por: Giorgio Vigano*
Capitalismo en decadencia
El capitalismo, que aún hoy no ve salida a la crisis iniciada en 2008, es un presente –y un futuro– de precariedad, de saltos entre trabajos económica e intelectualmente insatisfactorios, un camino largo y fatigoso que ve cada vez menos perspectivas de realización, o incluso mera estabilización, existencial. De fondo, la decadencia del ecosistema, la amenaza de nuevas pandemias, un escenario de guerra mundial más realista.
El capitalismo es también la voz del patrón que llevamos dentro, la voz de la competencia, de la obligación de realizarnos, de ser “la mejor versión de nosotros mismos”, como nos recuerdan muchas veces al día las redes sociales en las pantallas de nuestros teléfonos.
Pero el capitalismo no crea solo los problemas: crea con esos y para esos una ideología que los cobija, que los hace aceptar, y los difunde por todos los medios de comunicación posibles.
En este caso es la psiquiatría –configurada históricamente como una de las disciplinas intelectuales más opresivas que ha creado el capitalismo– la que aporta el punto de vista dominante sobre la cuestión: la concepción de que las enfermedades mentales son causadas por un «desequilibrio químico»; una concepción que fue saliendo paulatinamente de las aulas universitarias y ahora permeada por el sentido común popular.
Una historia reciente
Los descubrimientos científicos sobre estas condiciones empiezan a afianzarse entre finales de la década de 1950 y principios de la de 1960, con una aceleración decisiva tras el desarrollo de los primeros fármacos antidepresivos.
En el pasado no era así, al contrario, la depresión era una enfermedad raramente diagnosticada: hasta 1980, con la publicación de la tercera edición del Dsm (el manual que clasifica y orienta el diagnóstico de las enfermedades psiquiátricas), no existía como una enfermedad y solo unas pocas décadas el término se utilizó para definir una vaga constelación de síntomas.
En comparación con los sedantes como el alcohol y los opiáceos, utilizados para la ansiedad pero también y sobre todo para sofocar breves momentos de agitación, para dormir o para entretenerse, los antidepresivos brotan casi por casualidad de la búsqueda de un fármaco contra la tuberculosis en la década de 1950: se observa que los pacientes tratados con el antibiótico tienen picos de humor, y comienzan a experimentar derivados y similares para la depresión. Hacia finales de la década de 1960, algunos estudiosos teorizan que el mecanismo de acción de los antidepresivos es el aumento de los niveles de serotonina, una pequeña molécula con numerosas funciones en nuestro organismo. En las décadas de 1970 y 1980 se estudiaron fármacos dirigidos a este propósito. Pero el contexto y la metodología con la que se experimentaron estos medicamentos es el de hospitales psiquiátricos altamente autoritarios, en los cuales las empresas farmacéuticas habían comenzado a colaborar estrictamente con los psiquiatras en los estudios y en los cuales se establecía una definición circular de la enfermedad: deprimido es quien responde a los antidepresivos.
Por lo tanto, entonces, los estudios que demuestran la «teoría de la serotonina», que en realidad se expande gradualmente a otras moléculas, cada vez más interconectadas, en el intento utópico de representar la depresión –todos los deprimidos– como un hecho puramente biológico. Una avalancha de artículos, pero queda un problema: la depresión crece constantemente y los medicamentos, sin demasiadas innovaciones en comparación con los mencionados anteriormente, tienen resultados modestos. Los estudios experimentales de las últimas dos décadas ahora coinciden en que, si realmente quiere ver el efecto terapéutico neto distinto del placebo, este es muy pequeño. En julio apareció en Molecular Psychiatry, del grupo Nature (la revista más autorizada del mundo científico), un estudio global sobre la evidencia de la «teoría de la serotonina»: muchos de los argumentos biológicos con los que se ha demostrado la causalidad de los bajos niveles de serotonina en la depresión y el balance es simplemente nulo, con algunos resultados incluso contradictorios.
El reduccionismo, ideología reaccionaria
El artículo citado parece haber dado un salto en la conciencia de los comentaristas del asunto. Se han desperdiciado artículos sobre el tema que parecen decretar, con las debidas distinciones, que la «teoría de la serotonina» está muerta, y con ella la «teoría del desequilibrio químico».
Este cuestionamiento, aunque actualmente solo sea en el ámbito académico, es positivo. El reduccionismo cientificista tiene a mucha gente en su conciencia: algunos estudios clínicos incluso han demostrado que una explicación biológica mecánica de la enfermedad tiene un impacto negativo en la prognosis de los pacientes. La «teoría de la descompensación química» supone que solo existen individuos, que los individuos se enferman por razones en última instancia endógenas, debido a una biología totalmente privada, totalmente cerrada en sí misma, totalmente entregada a una causalidad cuidadosamente circunscrita dentro del simple organismo: una condena rigurosamente religiosa que devora toda la vida. El Ministerio de Salud promueve en los comerciales el eslogan “Se cura”, pero lo que dice la medicina en las clínicas, cuando se logra llegar a ellas, es que no hay cura: se trata con terapias farmacológicas casi siempre ininterrumpidas, pero no se cura. La medicalización del sufrimiento es otra forma de individualismo burgués que descarga en los más débiles el peso de las responsabilidades de un sistema en crisis.
Sin embargo, la discusión académica no desestabilizará demasiado el sistema de tratamiento psiquiátrico, que se basa en un negocio multimillonario entre multinacionales de la droga y Estados nacionales: los desembolsos del sistema nacional de salud son, además de un tributo debido a poderosísimos grupos industriales, un atajo a la inversión en contratación y en edificios público necesarios. Un vínculo de doble filo que se articula en los cortejos de los informantes farmacéuticos hacia los médicos, así como en la Educación Médica Continua, obligatoria periódicamente para los profesionales de la salud y muchas veces impartida por representantes de las empresas.
Las soluciones reformistas puestas en marcha en Inglaterra desde 2017 con el plan Iapt (Improving Access to Psychological Therapies) son absolutamente ilusorias. Este plan ha puesto de evidencia el desequilibrio sin sentido entre las terapias farmacológicas y no farmacológicas. Casi 90% de las depresiones se tratan farmacológicamente, aunque no hay pruebas de la superioridad general de los fármacos respecto de la psicoterapia, pero, en 2020, 75% de los que tenían cita con este programa se declararon insatisfechos con la aproximación del servicio: la masa de pacientes es simplemente inmanejable con los fondos destinados por cualquier país para la salud pública. Tanto es así que uno de los otros corolarios que ha entrado recientemente en el sentido común es que, en el fondo, todos estamos enfermos: por tanto, nadie (o casi nadie) está enfermo, desde el punto de vista de los derechos.
La lucha contra el sufrimiento mental es una lucha de la clase
La demanda de un trato adecuado se enfrenta a la clara incapacidad del Estado burgués para garantizar una vida libre y feliz.
El tema del sufrimiento psicológico vive necesariamente dentro de las luchas de la clase y ya no puede ser descuidado, sino que solo en ellas puede encontrar un camino de esperanza.
Reivindicamos inversiones masivas en apoyo a la salud mental, sobre todo un gran plan de contratación que permita a todos una terapia personalizada según las necesidades reales. Con esto también exigimos la nacionalización –y por ende la gratuidad– de los servicios de psicoterapia, hoy en gran parte privados.
Reivindicamos todo eso y propugnamos que otras demandas nacieron precisamente de las plazas [calles] en este otoño e invierno, pero es bueno saber que estos reclamos parciales son sintomáticos, curas parciales: debemos actuar sobre los cimientos profundos, estructurales, de este sufrimiento, y solo el derrocamiento revolucionario del capitalismo podrá establecer las condiciones para liberar al hombre de las cadenas de la enfermedad mental.
*Giorgio Vigano es estudiante de medicina.
Artículo publicado en www.partitodialternativacomunista.org, 19/12/2022.-
Traducción: Natalia Estrada.