Jue Mar 28, 2024
28 marzo, 2024

La Revolución Cultural: una revolución política abortada

1968, del cual este año festejamos el cincuentenario, fue un año de enormes cambios a nivel global. Masas de jóvenes, estudiantes, trabajadores, irrumpieron en el escenario de la lucha política. La clase dirigente de cada país fue puesta en tela de juicio. En Francia, en el mes de mayo, diez millones de obreros en huelga ocuparon las calles del país, y estuvieron a un paso de tomar el poder.

Por: Alberto Madoglio

En los años anteriores hubieron muchas señales de que la situación política a nivel global estaba llegando a un punto de ruptura.

China fue la nación que, en la mitad de los años’ 60, tuvo un enorme estallido revolucionario que asumió las características de una verdadera revolución política contra el dominio burocrático del Partido Comunista, de clara matriz estalinista. La burocracia, guiada por el PCCh, privilegiaba la defensa de los propios intereses materiales en detrimento del desarrollo de la revolución, sea a nivel nacional o internacional. Como todos los partidos comunistas de corte estalinista, en una primera fase fue completamente subalterno a los intereses de la burocracia del Kremlin. Una vez tomado el poder, las necesidades burocráticas nacionales del nuevo Estado obrero entraron en conflicto con las de Moscú.(*)

Para tratar de comprender las razones de este fenómeno, tenemos que analizar brevemente el curso anterior de los acontecimientos y el marco nacional e internacional en que se desarrollaron.

China: un Estado obrero deformado

A diferencia de Rusia en 1917, en China la revolución dio vida a un Estado obrero deformado (tal como lo eran los Estados obreros nacidos en la segunda posguerra en Europa del Este). El poder no estuvo nunca en manos de organismos de clase comparables a los soviets, ni el PCCh podía ser en modo alguno comparado con el Partido Bolchevique de Lenin y Trotsky.

Al mismo tiempo, el marco a nivel internacional era diferente de aquel que, de alguna manera, facilitó la consolidación del poder de Stalin y su gente. En los años ’30, el proletariado a nivel global había padecido una serie de importantes derrotas: victoria de Hitler en Alemania, derrota de los procesos revolucionarios en Austria, Francia y España por causa de la acción política impuesta por Stalin sea directamente, sea a través de los partidos comunistas locales. Diferente fue la situación en los años siguientes a 1945: la derrota del nazismo y el fascismo en Europa; el proceso de descolonización en Asia y África; el nacimiento de nuevos Estados obreros, incluso deformados, en Europa del Este y en Asia; la derrota de EEUU en la guerra de Corea; y posteriormente la resistencia que encontraron y debieron enfrentar en Vietnam. Todo eso creaba, incluso con importantes contradicciones (la derrota de las revoluciones pos Segunda Guerra Mundial en Italia, Francia y Grecia), un clima de mayor confianza entre las masas oprimidas a nivel mundial.

La «Gran Revolución Cultural Proletaria» en China se inserta en esta nueva situación.

Del «Gran salto hacia adelante» a la Revolución cultural

Es útil hacer una introducción previa antes de abordar plenamente aquellos acontecimientos. Hacia finales de los años ’50, la República Popular China tuvo que cerrar cuentas con el fracaso del «Gran salto hacia adelante»: una tentativa veleidosa, administrada con métodos burocráticos, de favorecer el proceso de industrialización del país. Apoyado fuertemente por Mao, que se ilusionaba con superar en el curso de pocos años la producción industrial de Gran Bretaña, el proyecto se tradujo en un enorme fracaso que costó la vida a millones de personas por causa de una carestía debida al derrumbe de la producción agrícola.

Se inició una dura lucha fraccional al interior del Partido Comunista chino. Todos los mayores dirigentes habían sostenido la política del «Gran salto hacia adelante», pero ahora muchos la criticaban pidiendo el fin del proceso de colectivización en el campo. Una Conferencia del partido en 1961 señaló este giro moderado o de derecha. Se comenzó a favorecer la pequeña parcela agrícola, tal como el provecho privado y los incentivos materiales a los campesinos. Se redefinieron los equilibrios de poder al interior del PCCh y del Estado. Mao dejó el cargo de presidente de la República en 1959, ahora confiado a Liu Shaoqi, y permaneció simbólicamente como presidente del PCCh, del que Deng Xiaoping llegó a ser secretario. Al mismo tiempo, Lin Biao, un aliado de Mao, se volvió ministro de Defensa. Explotando su posición, empezó a consolidarse en el ejército el culto a la personalidad del Gran Timonel, que jugaría un papel cada vez más importante durante el curso de la Revolución Cultural.

Los equilibrios entre las muchas fracciones de la burocracia en China permanecieron precarias. La «derecha» de Liu y Deng controlaba el PCCh y los aparatos del Estado, la «izquierda» de Mao y Lin, los cuadros del ejército y la policía.

Una aclaración es necesaria. Los términos derecha e izquierda son puestos entre comillas porque, como veremos más adelante, se trataba de una diferenciación dentro del aparato de poder, que cuando vio puesto en peligro el propio predominio buscaría y encontraría el modo de dejar de lado las propias contradicciones.

La tregua interburocrática, sin embargo, no podía durar mucho: contradicciones de carácter sea externo o interno contribuyeron a minarla siempre más. El proceso de desestalinización iniciado en la URSS acentuaba, entre otras cosas, la línea de la coexistencia pacífica entre el primer Estado obrero y el imperialismo. Eso tuvo consecuencias concretas respecto de China: fin de las ayudas económicas por parte de Moscú, fin de la cobertura nuclear defensiva a favor de Pekín. Estas decisiones no podían sino crear fuertes preocupaciones en el país, a causa de la cada vez más fuerte presencia de tropas americanas en el Sudeste asiático: una agresión imperialista de barras y estrellas no podía ser descartada.

A nivel interno, la victoria revolucionaria de 1949 permitió importantes e innegables progresos en el campo económico. Los propios efectos devastadores del «Gran salto hacia adelante» fueron completamente borrados en cuestión de pocos años; sin embargo, los desequilibrios dentro de la sociedad china estaban muy lejos de ser superados: las escuelas mejores siguieron siendo prerrogativa de los hijos de la nueva clase dirigente, la superación de la política de industrialización forzada trajo consigo la vuelta al préstamo usurario; el cierre de muchos hospitales en las zonas del campo más pobre, una diferenciación de los salarios entre el proletariado agrícola (más alto para quien producía bienes de mayor valor destinados a las ciudades, por ejemplo hortalizas), un alto porcentaje de trabajadores precarios en la industria que no recibieron salario desde 1959. Esmien cuenta que en aquellos tiempos la población activa crecía en cerca de siete millones por año, mientras las ciudades solo podían garantizar 300.000 nuevos puestos de trabajo. No obstante, quien había conocido la vida urbana no quería volver a la miseria de la vida en el campo.

Esta situación fue la base material que permitió a Mao y su fracción recurrir a las masas más pobres para invertir las relaciones de fuerza en el Partido y en los ganglios del Estado, pero al mismo tiempo también estuvo entre las causas que impidieron a la fracción del Gran Timonel evitar que la situación se le fuera de las manos.

Los acontecimientos tomaron el nombre de Revolución Cultural porque fue por cuestiones de la cultura que comenzó la lucha de fracción y la sucesiva marea revolucionaria propiamente dicha.

La lucha interburocrática estalla con violencia

El 10 de noviembre de 1965 aparece en un periódico de Shanghái (que desde aquel momento será la fortaleza de los maoístas) un artículo de crítica a una obra de 1961 escrita por el vicealcalde de Pekín, La destitución de Hai Rui. La acusación que le hace al autor es, tras la apariencia de un drama histórico, haber atacado las ideas de Mao. Este, mientras tanto, pide al CC que las ideas de los intelectuales próximos a los líderes de la «derecha» del Partido fueran condenadas, pero sin éxito.

En febrero del año siguiente, el grupo constituido por la Revolución cultural (hegemonizado por elementos adversos a Mao, entre los que se destacaba el alcalde de Pekín, Peng Chen) afirmó que el debate no debía salir del ámbito intelectual. Después de haberlo esbozado en un primer momento, Mao y sus aliados pasaron a la ofensiva. El Comité permanente de la Asamblea Nacional lanzó la «Gran revolución cultural proletaria». El 16 de mayo el CC lanzó una circular para extender la Grcp entre Partido, Estado y ejército, con el objetivo de eliminar los elementos filo-burgueses: tomada de este modo, inició la depuración de los elementos adversos a Mao. En Pekín, en la universidad, apareció el primer balcón (manifiesto mural), en el cual se criticaba a los docentes que de algún modo eran identificados como adversarios del pensamiento del fundador de la República Popular. Los tumultos se extendieron como mancha de aceite. Los partidarios de las posiciones de «derecha» comenzaban a advertir el peligro y, por toda respuesta, organizaron equipos de trabajo para mandar a los ateneos y a las escuelas para tratar de dirigir la Revolución cultural, en realidad para intentar poner la situación bajo su control. Mao y los suyos, por reacción, decretaron la disolución de los equipos de trabajo, acusados de querer interrumpir la Revolución cultural en las escuelas, y el cierre de las universidades. En ese contexto, comenzaron a aparecer los Guardias rojos, formaciones juveniles partidarias de Mao Zedong.

Los acontecimientos siguieron sucediéndose frenéticamente. En el pleno del CC, en agosto, Mao lanzó el famoso eslogan «bombardear el cuartel general». Esto, junto a la promulgación de los dieciséis puntos, carta fundamental de la Revolución cultural, creó la ilusión de que Mao y su fracción eran los partidarios de una revolución propiamente dicha en el sistema de poder pos 1949. En realidad, los edictos a la libertad de pensamiento, de crítica a los dirigentes, de auto-organización de las masas en lucha, de elegibilidad y revocabilidad de los dirigentes refiriéndose a la experiencia de la Comuna de París de 1871, quedaron en el papel. Ciertamente, la apelación a las masas, las oceánicas manifestaciones de millones de Guardias rojos hechos venir a Pekín para sostener a los partidarios de la Revolución cultural, y a Mao en particular, indujeron a esta equivocada convicción. Fueron los acontecimientos sucesivos, entre de diciembre de 1966 y enero del año siguiente, los que aclararon sin sombra de duda cuál era el verdadero intento de la agrupación así llamada de «izquierda».

Mao y sus seguidores sostenían que la revolución no debía concernir solo a la cultura, pero una vez abierta la Caja de Pandora de la movilización de masas, los acontecimientos no podrían ser ni directos ni controlados por defecto por los miembros del Comité Central.

La clase obrera sale a escena

Shanghái, el mayor centro industrial del país, fue el centro de aquella que fue llamada «la tempestad de enero». Huelgas, choques con la policía, ocupaciones de fábricas, bloqueo generalizado del transporte público, caracterizaron la lucha en la metrópoli. El descontento y las contradicciones acumuladas por años estallaron sin control. La clase obrera comenzó a entrar en el escenario de la lucha, con reivindicaciones propias: aumentos salariales, mejores condiciones laborales, calidad de vivienda y sanitaria. Los obreros vieron en el pensamiento y en las palabras de Mao la justificación de sus acciones. Sin embargo, el Gran Timonel comenzaba a advertir el peligro. Por un lado, no podía hacer un específico llamado a la desmovilización en tanto sus adversarios en el aparato no fueran completamente derrotados, por el otro, empezaba a darse cuenta de que la situación ya estaba fuera de control. Sobre las huelgas que estallaron en el país, y como recordado en particular sobre la de Shanghái, el Comité Central votó un documento en el que se condenaba como economicismo las solicitudes de mejoras económicas planteadas por los obreros, porque según el grupo dirigente del PCCh amenazaban con poner en peligro las conquistas revolucionarias. Mao y su fracción creían que detrás de los acontecimientos que se sucedían en la capital económica del país estaban sus adversarios del PCCh, juicio sin sombra de duda errado y calumnioso. En realidad, el proceso iniciado en la tardía primavera del ’66 resultó ser el «la» [el tono] al descontento que se alojaba desde hacía tiempo en la sociedad china y que la revolución no fue capaz de derrotar. Más bien, los enormes privilegios de que gozaron los burócratas no hicieron otra cosa que aumentar la rabia y el resentimiento popular, que esperaban solo la ocasión para salir a la superficie. Ciertamente, en algunos casos los adversarios trataron de utilizar las movilizaciones obreras contra la fracción de Mao, pero en ningún caso se puede hablar de una acción pensada en los despachos por los exponentes de la «derecha». Shanghái era en realidad el bastión propiamente dicho de los maoístas.

La tentativa de la fracción de «izquierda» de controlar los acontecimientos vino todavía con el llamado a la movilización de los Guardias rojos. Mao lanzó la consigna de las «tomas de poder». ¿De qué se trataba?

Primeras tentativas de normalización. El papel del ejército

Los Guardias rojos, junto a los miembros maoístas del Partido, tuvieron que asaltar las sedes del Partido y las instituciones estatales, echar a los adversarios políticos sustituyéndolos por los suyos. La característica saliente de este proceso fue dada por la intervención del ejército. Si al principio el ejército de liberación popular tuvo que respaldar la acción de los Guardias rojos y de la fracción de Mao, con el pasar del tiempo y el precipitar de los acontecimientos se volvió un sujeto cada vez más activo y protagonista. La naturaleza burocrática y bonapartista de las «tomas de poder» se evidenció en el hecho de que esto era más simbólico que concreto, en el sentido de que los Guardias rojos no se convirtieron en la base de masas de un nuevo poder. Tuvieron que limitarse al nivel local (ciudadano y regional) mientras era descartado que las «tomas de poder» pudieran valer en el plano nacional. El ejército tuvo que ser excluido puesto que se volvió, con el pasar del tiempo, la única institución que podía garantizar una cierta continuidad de poder: reprimía las huelgas tomando el control de puertos, ferrocarriles, transportes, etc., intervenía cada vez más a menudo para solucionar disputas entre los muchos grupos revolucionarios. Muchas veces, a nivel periférico, los líderes de uniforme no vieron con agrado la retórica «movimentista» de Mao, porque veían en ella un peligro para el mantenimiento del status quo.

El acontecimiento que dio la excusa para empezar el proceso de normalización de la Revolución cultural fue el así llamado incidente de Wuhan. En agosto de 1967, dos ministros enviados por Pekín fueron arrestados por el comandante militar de instancia en la ciudad. El propio Mao fue obligado a dejar a hurtadillas la ciudad, después de que una muchedumbre enfurecida rodeó su vivienda.

El aparato del PCCh retoma el control

Las escuelas y las universidades, que proveyeron la base material de los Guardias rojos, fueron reabiertas. Se cancelaron las facilidades que les habían permitido a los estudiantes ir a Pekín a apoyar a Mao y su grupo. Veinte millones de Guardias rojos fueron enviados al campo en los cuatro rincones del país con la excusa de entrar en contacto con la vida de los campesinos, en realidad para dispersarlos y volverlos inocuos. Los comités independientes (que en algunos casos alcanzaron el millón de adherentes) fueron disueltos, también con la intervención del ejército cuando necesario. Mao afirmó que 95% de los dirigentes del Partido eran honestos, mientras al mismo tiempo ordenaba la depuración de sus partidarios que de manera demasiado ansiosa [extremista] se hicieron intérpretes de su pensamiento. Entre sus adversarios, solo Liu Shaoqi fue separado mientras Deng Xiaoping padeció solo una sanción disciplinaria menor.

La demagogia movimentista y antiburocrática fue dejada definitivamente de lado cuando, con ocasión de la convocatoria del IX Congreso del PCCh, la lista de los delegados fue decidida por el Comité Central y de los más de 1.500 delegados 3/4 eran miembros del ejército.

El maoísmo o la ilusión de una autorreforma de la burocracia

Se trata ahora, llegados a este punto de análisis del fenómeno de la Revolución cultural, de comprender sus características de fondo, y por qué las esperanzas depositadas en Mao como posible defensor de una genuina batalla contra la burocracia y sus degeneraciones fueron equivocadas.

Desde cierto punto de vista, no hace falta sorprenderse de las esperanzas e ilusiones que la acción de Mao hizo nacer en sectores de vanguardia del movimiento estudiantil y, en parte, obrero a nivel internacional, no solo en los años en que se daban los acontecimientos que hemos recordado brevemente sino también en los años siguientes. En Italia en particular la mayoría de las organizaciones políticas que se situaban a la izquierda del PCI en aquellos años tuvieron en el maoísmo su propia referencia política internacional. Esto explica también por qué una situación revolucionaria como la que caracterizó el país por un década (finales de los años ’60 y los ’70) acabó con una derrota. Ni estas organizaciones ni mucho menos el PCI tuvieron un programa coherente para la acción revolucionaria que pudiera finalizar en la conquista del poder por parte de las masas obreras.

Como señala Nahuel Moreno, mientras la casta burocrática en la URSS se afirmaba como un cuerpo monolítico consolidado contra la clase obrera rusa, que no solo había sido poco a poco expropiada del poder conquistado en octubre de 1917 sino que fue aniquilada, exterminada y reducida a la más completa pasividad, en China las cosas seguían un curso diferente. Mao lanzaba su batalla en nombre de la lucha contra las degeneraciones burocráticas del Partido y el Estado, contra las cuales llamaba a la participación y a la movilización de las masas estudiantiles primero, y las obreras después.

Stalin, en ningún período de su dominio llegó a tanto (1). Además, mientras en los años ’60 la URSS se hacía paladín de la coexistencia pacífica con el imperialismo estadounidense, la fracción del PCCh conducida por Mao y Lin Biao recurría a la retórica antiimperialista y a la necesidad de la movilización de las masas en defensa de la nueva China surgida de la Revolución del 1949 (la prueba de cuánto la propaganda contra el imperialismo fue instrumental a la lucha de fracción se vería años después, con la visita de Nixon a China y el nacimiento de acuerdos entre los dos países, esta vez en función anti URSS). Obvio que todo eso creara esperanzas entre las vanguardias que en los años ’60 empezaban a convertirse en protagonistas de la lucha política, no limitándose a delegarla a sus tradicionales representaciones políticas y sindicales.

Las razones de fondo que explican la acción de Mao son otras. Como recordado al inicio, como consecuencia del fracaso del «Gran salto hacia adelante», Mao fue dejado, al menos parcialmente, aparte. La nueva mayoría conducida por la fracción Liu Shaoqi/Deng Xiaoping se inclinaba por la aplicación de una política económica más favorable a las capas superiores de los campesinos, a una suerte de tolerancia hacia la iniciativa privada (después de la muerte de Mao, Deng volverá con plenos derechos a la vida política china, y como líder incontrastable será el artífice del proceso de restauración del capitalismo en el país).

Encontrándose en minoría en el aparato del Partido, Mao intentó por un período reconquistar posiciones usando las estructuras del PCCh. Vista la imposibilidad de recorrer con éxito este camino, eligió la vía de llamado a las masas. En cuanto a que su real voluntad fuese no lanzar una verdadera lucha frontal contra el aparato podemos intuirlo por las decisiones de no querer movilizar, al inicio, las masas obreras: un llamado directo al proletariado habría demostrado la voluntad de una real lucha contra las degeneraciones burocráticas que estaban presentes en la sociedad china, pero un producto del aparato como Mao no podía correr este riesgo. Mao quiso siempre tener el ejército al amparo de la acción detonante de los Guardias rojos: las «tomas de poder» de que hemos hablado, no deberían incluirlo, aunque de hecho la intervención del ejército garantizaba, en la medida de lo posible, nuevos sobresaltos a la estructura del Estado.

También en los momentos en que el choque fue más duro, Mao evitó lanzar sus ataques contra esas mayores instancias del Estado y el Partido (Consejo de Asuntos de Estado y Comité Central). Después del incidente de Wuhan, su acción fue abiertamente contrarrevolucionaria y restauracionista: el uso masivo del ejército para normalizar la situación contenía ya las intenciones autoritarias y burocráticas.

La ausencia de una dirección revolucionaria es la causa del fracaso de la movilización de las masas contra el aparato

Sin embargo, los acontecimientos de la Revolución cultural también nos dejan enseñanzas positivas. Una vez liberada, la fuerza revolucionaria de las masas, especialmente obreras, no puede ser gobernada tan fácilmente. No tenemos la contraprueba, no sabemos qué habría hecho Mao si hubiera imaginado que su llamado a las movilizaciones se convertiría en una tempestad que golpearía a fondo y por tanto tiempo la sociedad china. Sabemos, en cambio, que, después, las luchas entre las muchas fracciones del PCCh se resolvieron sin requerir la intervención activa de las masas, aunque las tensiones que estallaron entre estos en 1989 se resolvieron con la intervención del ejército de liberación popular y con la brutal y sangrienta represión a los jóvenes que ocuparon la plaza Tiananmen.

Además, hemos tenido por enésima vez la prueba de que sin una clara y consecuente dirección política ninguna movilización, por muy extensa y muy radical que sea, puede de por sí triunfar. Un partido de tipo bolchevique, apoyado en un claro programa leninista y organizativamente separado de cualquier otro partido político, es no solo indispensable para la conquista del poder en una sociedad burguesa capitalista, sino que también era necesario para llevar a cabo con éxito una lucha de revolución política en los Estados obreros degenerados o deformados.(2) Y es esta, sin sombra de duda, la culpa más grande de aquella corriente mayoritaria que después de la Segunda Guerra recupera las posiciones políticas de Trotsky y de la Oposición de Izquierda para el estalinismo. El no haber construido partidos bolcheviques leninistas, es decir, secciones de la Cuarta Internacional en los Estados obreros, ilusionándose con que sectores de izquierda de la burocracia pudieran absorber esta tarea es sin duda una de las causas, si no la principal, que no permitió a la más amplia y radical experiencia revolucionaria en un Estado obrero deformado echar definitivamente del poder a la burocracia, poniéndolo en las manos del proletariado y sus organizaciones de poder, los soviets.

Notas:

[1] Véase Nahuel Moreno, “La revolución cultural china”, en: La Verdad 102, 21/8/67, y el capítulo “Cómo debemos analizar el fenómeno”, en: Nahuel Moreno, Las revoluciones china e indochina, 1968.

[2] Usamos el verbo en pasado porque hoy no existe más el Estado obrero por el cual sea posible levantar la consigna de la revolución política.

Para los nombres chinos se utiliza la ortografía oficial china en vigencia desde 1958.

* Para profundizar sobre el tema, que no tenemos posibilidad de desarrollar en este artículo, sugerimos las siguientes lecturas (además de los textos citados en la bibliografía):

Bibliografía:

BRONZO, A. I comunisti in Cina. Dalle origini alla presa del potere [Los comunistas en China. Del origen a la toma del poder]. Nuove edizioni internazionali, 1983.

TROTSKY, L. La rivoluzione permanente [La revolución permanente], 1929, Pbe, 1967.

TROTSKY, L. Scritti 1929-1936 [Escritos 1929-1936], Oscar Mondadori, 1968.

TROTSKY, L. I problemi della rivoluzione cinese e altri scritti su questioni internazionali 1924-1940 [El problema de la revolución china y otros escritos sobre la cuestión internacional 1924-1940], Einaudi, 1970.

TROTSKY, L. La terza internazionale dopo Lenin [La Tercera Internacional después de Lenin], Schwarz, 1957.

ISAACS, La tragedia della rivoluzione cinese 1925-1927 [La tragedia de la revolución china 1925-1927], Il saggiatore, 1973.

Mao Zedong, Il libretto rosso [El libro rojo], Newton Compton, 2008.

Sobre el papel del estalinismo y del togliatismo en Italia remitimos a diversos artículos publicados en Progetto comunista, Trotskismo oggi y en nuestro sitio web.

Traducción: Natalia Estrada.

 

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