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Con Trotsky, hasta el final

agosto 3, 2010


Desde el ataque de ametralladora hecho por la GPU al dormitorio de Trotsky el 24 de mayo, la casa de Coyoacán se había convertida prácticamente en una fortaleza. Se aumentó la guardia, estaba más fuertemente armada. Se instalaron puertas y ventanas a prueba de balas. 

Un reducto fue construido con techos y pisos a prueba de bombas. Puertas de acero doble, controladas por los interruptores eléctricos, reemplazaron a la vieja puerta de madera donde Robert Sheldon Harte fue sorprendido y secuestrado por los perseguidores de la GPU. Tres nuevas torres anti-balas dominaban no sólo el patio sino todo el barrio alrededor. Se estaban preparando marañas de alambre de púa y redes contra bombas.

Toda esta construcción fue posible gracias a los sacrificios de los simpatizantes y militantes de la Cuarta Internacional, que hicieron todo lo posible para protegerlo, sabiendo que era absolutamente seguro que Stalin intentaría otro ataque más desesperado tras el fracaso del ataque el 24 de mayo. El gobierno mexicano, el único país en la tierra que había ofrecido asilo a Trotsky en 1937, triplicó la cantidad de guardias que se turnaban afuera de la casa, haciendo todo a su alcance para salvaguardar la vida del exilado más famoso del mundo.

Únicamente la forma del próximo ataque era desconocida. ¿Otro asalto de ametralladora con más agresores? ¿Bombas? ¿Cachiporrazos? ¿Envenenamiento?

20 de agosto de 1940

Yo estaba en el techo, cerca de la torre de guardia principal con Charles Cornell y Melquiades Benítez. Estábamos conectando una potente sirena con el sistema de alarma para ser usado cuando la GPU atacara nuevamente. Al atardecer, entre las 17:20 y 17:30, Jacson, conocido para nosotros como simpatizante de la Cuarta Internacional y como marido de Sylvia Ageloff, ex miembro del Socialist Workers Party, llegó en su Buick sedán. En lugar de estacionarlo con el radiador hacia la casa, como era su costumbre, dio una vuelta completa en la calle, estacionando el auto paralelo a la pared, con la nariz apuntado hacia Coyoacán. Cuando se bajó del auto, nos saludó moviendo la mano y gritó, "¿Ya llegó Sylvia?"

Nos sorprendió un poco. No sabíamos que Trotsky había citado a Sylvia y Jacson, pero relacionamos nuestra falta de conocimiento a un descuido de Trotsky, lo cual era común en relación a esos asuntos.

"No", le dije a Jacson: "espera un momento". Entonces Cornell hizo operar los controles eléctricos de las puertas dobles y Harold Robins recibió al visitante en el patio. Jacson tenía un impermeable cruzado sobre el brazo. Era la temporada de lluvias, y a pesar de que brillaba el sol, sobre las montañas al sudoeste pesadas nubes amenazaban con tormenta.

Trotsky estaba en el patio dando de comer a los conejos y a las gallinas (su forma de hacer un poco de ejercicio en la vida confinada que se vio obligado a llevar). Esperábamos que, como era su costumbre, Trotsky no entraría a la casa hasta que hubiera terminado de darles de comer o hasta que Sylvia llegara. Robins estaba en el patio. Trotsky no tenía el hábito de verlo a Jacson a solas.

Melquiades, Cornell y yo seguimos con nuestro trabajo. Durante los próximos diez o quince minutos estuve sentado en la torre principal escribiendo los nombres de los guardias sobre etiquetas blancas para colocarlas en los conmutadores que conectaban sus habitaciones con el sistema de alarma.

Un grito terrible cortó la calma de la tarde — un grito prolongado y agonizante, casi un sollozo. Me hizo saltar sobre mis pies, con un escalofrío que me helaba los huesos. Yo corrí para salir de la casa de guardia al techo. ¿Era un accidente de uno de los diez obreros que estaban remodelando la casa? Sonidos de lucha violenta provenían del estudio del Viejo y Melquiades estaba apuntando con un rifle a la ventana de abajo. Trotsky se hizo visible por un momento, en su chaqueta de trabajo azul, peleando cuerpo a cuerpo con alguien.

"¡No tires!" le grité a Melquiades, "¡le puedes pegar al Viejo!" Melquiades y Cornell se quedaron en el techo, cubriendo las salidas del estudio. Encendí la alarma general, bajé por la escalera a la biblioteca. Cuando entré por la puerta de conexión de la biblioteca con el comedor, el Viejo trastabillaba saliendo de su estudio unos pocos metros, con sangre chorreando por su cara.

"¡Vean lo que han hecho a mí!"

Al mismo tiempo, Harold Robins entró pela puerta norte del comedor con Natalia siguiéndolo. Natalia, echando sus brazos frenéticamente alrededor de Trotsky, lo sacó al balcón. Harold y yo corrimos detrás de Jacson, quien se encontraba parado en el estudio jadeando, con su cara trastornada, sus brazos caídos. Una pistola automática colgada de su mano. Harold estaba más cerca de él.

"Encárgate de él", dije, "iré a ver qué pasa con el Viejo". No había terminado de darme vuelta cuando ya Robins tenía al asesino reducido contra el piso.

Trotsky se arrastraba al comedor. Natalia, llorando, trataba de ayudarlo. "Vean lo que han hecho", dijo ella. Cuando abrazó al Viejo, el se vino abajo cerca de la mesa del comedor.

La herida en su cabeza parecía superficial a primera vista. Yo no había escuchado ningún disparo. Jacson debía haberle golpeado con algún instrumento. "¿Qué pasó?" Le pregunté al Viejo

"Jackson me tiró con un revólver; estoy seriamente herido… siento que esta vez es el fin".

Sólo es una herida superficial. Se vá a recuperar", traté de tranquilizarlo.

"Hablamos sobre estadísticas francesas," respondió el Viejo.

"¿Le pegó desde atrás?" Le pregunté. Trotsky no respondió. "No disparó", le dije; "no escuchamos ningún tiro. Le golpeó con algo".

Trotsky parecía dudar. Apretó mi mano. Entre las frases que intercambiamos, habló con Natalia en ruso. Llevaba la mano de ella continuamente a sus labios. Trepé nuevamente al techo y le grité a la policía del otro lado de la pared; "llamen a la ambulancia". Le dije a Cornell y Melquiades: "es un atentado. Jacson…" en ese momento mi reloj pulsera marcaba las 16:50.

Nuevamente estaba al lado del Viejo. Cornell estaba conmigo. Sin esperar la ambulancia de la ciudad, decidimos que Cornell fuera a buscar al Dr. Dutren, que vivía cerca y había asistido a la familia en ocasiones anteriores. Como nuestro carro estaba encerrado en el garaje, con las puertas dobles, Cornell decidió usar el auto del Jacson parado en la calle.

Cuando Cornell salió de la habitación, sonidos de pelea nuevamente se escucharan provenientes del estudio donde Robins mantenía Jacson. "Dígale a los muchachos que no lo maten", dijo el Viejo."Tiene que hablar".

Dejé a Trotsky con Natalia y entré en al estudio. Jacson intentaba desesperadamente escapar de Robins. Su pistola automática yacía sobre la mesa cercana. En el piso había un instrumento ensangrentado, que a mi modo de ver era un pico de cateador, pero con la parte trasera con forma de hachuela. Me lancé a la lucha contra Jacson, golpeándolo en la boca y en la mandíbula abajo de la oreja, rompiéndome la mano.

A medida que Jacson recuperaba la conciencia, lanzaba gemidos. "Encarcelaran a mi mamá… Sylvia Ageloff no tuvo nada que ver con eso… No, no fue la GPU; no tengo nada que ver con la GPU…". Subrayaba las palabras que lo diferenciaban de la GPU, como si de golpe hubiera recordado que el libreto de su papel decía que aquí había que hablar en voz alta. Pero él ya se había delatado. Cuando Robins redujo al asesino, Jacson evidentemente creyó que era su fin. Se había retorcido aterrorizado; de sus labios habían escapado palabras que no pudo controlar: "Me obligaron a hacerlo". Había dicho la verdad. La GPU lo obligó a hacerlo.

Cornell irrumpió en el estudio. "Las llaves no están en el auto". Trató de encontrarlas en la ropa del Jacson pero sin éxito. Mientras buscaba, corrí a abrir las puertas del garaje. En pocos segundos Cornell se encontraba en cambio, en nuestro coche. Esperamos a que Cornell volviera — Natalia y yo estábamos arrodillados al lado del Viejo, sosteniendo sus manos. Natalia había limpiado la sangre de su cara y había puesto un bloque de hielo sobre su cabeza, que ya se estaba hinchando. "Le golpeó con un pico", dije al Viejo. “No le pegó un tiro. Estoy seguro que sólo es una herida superficial".

"No", respondió. "Yo siento aquí "(indicando el corazón) que esta vez lo han logrado".

Traté de darle confianza, "No, es sólo una herida superficial; se va a mejorar”. Pero el Viejo sólo sonrió levemente con sus ojos. El sabía… "Cuide a Natalia. Ha estado conmigo muchos, muchos años". Apretó mi mano mientras la miraba fijamente. Parecía estar bebiendo sus rasgos, como si estuviese por dejarla para siempre, comprimiendo, en estos fugaces segundos, todo lo pasado dentro de una última mirada.

"Lo haremos", prometí. Mi voz parecía lanzar entre los tres el entendimiento de que este realmente era el final. El Viejo sostenía nuestras manos, apretándolas de pronto. De repente, saltaron lágrimas de sus ojos. Natalia lloró desconsoladamente, volcándose sobre él, besando a su mano.

Cuando el Dr. Dutren llegó, los reflejos del lado izquierdo del Viejo ya fallaban. Unos momentos más tarde la ambulancia vino y la policía entró en el estudio para llevarse el asesino.

Natalia no quiso dejar que llevasen el Viejo al hospital — fue en un hospital de París que su hijo, León Sedov, había sido asesinado sólo dos años antes. Por un momento o dos Trotsky, acostado en el piso, tuvo dudas.

"Iremos con usted", le dije. "Dejo que tu decidas", me dijo, como si ahora estuviera dejando todo en manos de los que lo rodeaban, como si los días en los que tomaba decisiones fueran cosas del pasado.

Antes de haber colocado el Viejo en una camilla, una vez más susurró: "Quiero que todo lo que tengo sea de Natalia". Entonces, con una voz que penetraba profundamente hasta los mejores sentimientos de los amigos arrodillados a su lado… "La van a cuidar…"

Natalia y yo hicimos el triste recorrido con él hasta el hospital. Su mano derecha se perdía encima de las sábanas que lo tapaban, hasta que tocaron una palangana cerca de su cabeza y encontró a Natalia. Trotsky susurró, tirándome insistentemente para bajo, cerca de sus labios para que yo no dejase de oír: "Es un asesino político. Jacson es miembro de la GPU o un fascista. Lo más probable de la GPU”. Impresiones de Jacson estaban recorriendo la mente del Viejo. En las pocas palabras que le quedaban, me estaba diciendo el curso que él pensaba que debería seguir nuestro análisis del ataque, sobre la base de los hechos que ya teníamos. La GPU de Stalin es culpable, pero debemos dejar abierta la posibilidad de que fueron ayudados por la Gestapo de Hitler. El no sabía que la tarjeta de presentación de Stalin en forma de una "confesión" estaba en el bolsillo del asesino.

Las últimas horas

En el hospital, los médicos más prominentes de México se reunieron en consulta. El Viejo, exhausto, herido de muerte, con los ojos casi cerrados, miraba hacia mi lado desde la angosta cama del hospital, y movía débilmente su mano derecha. "Joe, ¿tiene…un…cuaderno?"

¡Cuántas veces había hecho la misma pregunta! Pero en tono vigoroso, con la sutil ironía que nos lanzaba acerca de la "eficiencia norteamericana". Ahora su voz era pastosa, casi no se podían distinguir las palabras. Hablaba con gran esfuerzo, luchando contra la oscuridad invasora. Me apoyé en la cama. Sus ojos parecían haber perdido esos destellos veloces de la enérgica inteligencia tan característica del Viejo. Sus ojos estaban fijos, como si ya no percibieran el mundo exterior y sin embargo sentí esa voluntad enorme apartando la oscuridad que lo extinguía, negándose a cederle a su enemigo hasta haber logrado su última tarea.

Despacio, entrecortado, dictó, escogiendo dolorosamente las palabras de su último mensaje a la clase obrera en inglés, un idioma que le era extraño. ¡En su lecho de muerte no olvidó que su secretario no hablaba ruso!

"Estoy cerca de la muerte por el golpe de un asesino político… que me dio en mi habitación. Peleé con él… iniciamos… una… conversación sobre estadísticas francés… él me golpeó… por favor dile a nuestros amigos… estoy seguro… de la victoria… de la Cuarta Internacional… adelante."

 Trató de decir más; pero las palabras eran incomprensibles. Su voz fue desapareciendo, los ojos cansados se cerraron. Nunca recuperó la conciencia. Esto ocurrió alrededor de dos horas y media después de haber sido golpeado.

Tomaron una radiografía de la herida y los médicos decidieron que era necesaria una operación inmediatamente. El cirujano a cargo del hospital hizo el delicado trabajo de trepanar en la presencia de destacados especialistas mexicanos y los médicos de la familia. Descubrieron que el pico había penetrado siete centímetros, destruyendo el tejido cerebral considerablemente. Algunos de estos médicos declararon que el caso no tenía solución. Otros le dieron al Viejo la oportunidad de pelearla.

Luego de más de veintidós horas después de la operación, la desesperación se turnó con la esperanza de podría sobrevivir. Los amigos de Estados Unidos estaban dispuestos a enviar a un famoso especialista de cerebro, el Dr. Walter E. Dandy de Johns Hopkins, por avión. Durante horas terribles escuchamos la respiración pesada del Viejo mientras yacía en la cama del hospital. Con su cabeza afeitada y vendada, era sorprendente la semejanza a Lenin.

Nos acordamos de los días en que habían dirigido la primera revolución victoriosa de la clase obrera.

Natalia se negaba a abandonar el cuarto, no comía, miraba con los ojos secos, las manos entrelazadas, con los nudillos blancos, mientras las horas pasaban una tras otra durante esa noche larga y horrible. Y el día siguiente interminable. Los informes de los médicos veían signos favorables, una mejoría ocasional y, hasta el final, todavía sentíamos que, de alguna manera, este hombre que había sobrevivido a las cárceles del zar, los exilios, tres revoluciones, los juicios de Moscú, podría sobrevivir a este golpe traicionero indescriptible que le había dado Stalin.

Pero el Viejo tenía más de sesenta años Viejos. Había estado mal de salud durante unos meses. A las 19: 25 del 21 de agosto, entró en la crisis final. Los médicos trabajaron durante veinte minutos, utilizando todos los métodos científicos a su disposición, pero ni la adrenalina podía revivir el gran corazón y la gran mente que Stalin había destruido con un pico-acha.

Agosto de 1940
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Joe Hansen fue secretario de Trotsky y dirigente trotskista norteamericano.

Fuente: Correo Internacional n° 49, Agosto 1990; en www.archivoleontrotsky.org

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