Racismo estructural. Una polémica con Sílvio Almeida
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Por Vera Lucia
El racismo ha vuelto al centro de los debates después de que numerosas manifestaciones contra la violencia que victimiza a hombres y mujeres negros inundaran los noticieros, las redes sociales y los medios de comunicación en general. Las manifestaciones contra el asesinato de George Floyd, en Estados Unidos, y la indignación por las masacres de Jacarezinho, en Río de Janeiro, y de Santos, en São Paulo, son parte de esto.
El racismo también ha motivado la elaboración teórica de corrientes políticas de diversa índole: liberales, reformistas, estalinistas, posmodernas, marxistas de todo tipo. Entre estos autores, Sílvio Almeida, autor del libro Racismo Estrutural (2020) y actual ministro de Derechos Humanos del gobierno Lula/Alckmin.
Intelectuales, personalidades artísticas, políticas y de la comunicación y activistas de diversos movimientos se apropian de la definición utilizada por Sílvio Almeida, “racismo estructural”, que parece explicar la causa de la realidad expuesta sobre las condiciones de los hombres y mujeres negros en nuestro país y en el mundo y que, de hecho, no explica nada, como veremos.
La estructura de la sociedad
Para Sílvio Almeida, el racismo es siempre estructural. En la introducción de su libro, describe el camino que seguirá para probar su tesis, afirmando que el racismo “es un elemento que integra la organización económica y política de la sociedad” (2019, pp. 20-21).
Hay un movimiento redundante a lo largo de su texto: ¡afirma que el racismo es estructural sin explicar por qué es estructural! En otras palabras, justo lo que debería explicar –por qué el racismo es estructural– es apenas alardeado y tomado como un presupuesto en todo el libro.
El jurista dice que el racismo es un proceso histórico y la “especificidad de la dinámica estructural del racismo está vinculada a las peculiaridades de cada formación social” (2019, p. 55). Dice que los conflictos raciales no se articulan con las relaciones de clase, no tienen origen en la división de clase y no desaparecerían con su fin, que pueden remontarse a períodos anteriores al capitalismo, pero que adquieren una forma específicamente capitalista (2019, p. 97).
En otras palabras, para Sílvio no existe una relación directa entre capitalismo y racismo. Estratégicamente, la superación del racismo tampoco tiene nada que ver con el fin del capitalismo.
Al defender el racismo como pilar de la “sociedad contemporánea”, Sílvio Almeida cita en su libro las clases sociales para luego presentar otro concepto: el de los grupos sociales y sus relaciones.
El racismo es una forma sistemática de discriminación que tiene como fundamento la raza, y que se manifiesta a través de prácticas conscientes o inconscientes que culminan en desventajas o privilegios para individuos, dependiendo del grupo racial al que pertenecen (2019, p. 32, negrita nuestra).
Enfatiza que:
La consecuencia de las prácticas de discriminación directa e indirecta a lo largo del tiempo conduce a la estratificación social, un fenómeno intergeneracional, en el que se afecta la trayectoria de vida de todos los miembros de un grupo social –lo que incluye las posibilidades de ascenso social, de reconocimiento y de sustento material– (2019, p. 33).
Y concluye: “como se ha dicho más arriba, el racismo –que se materializa como discriminación racial– es definido por su carácter sistémico” (2019, p. 34).
Sin embargo, los negros no fueron llevados a la “estratificación social”. Llegaron aquí ya estratificados; esclavizados, expuestos a la venta en el mercado para su adquisición por un “señor”, de quien los hombres y mujeres negros serían propiedad.
Hagamos lo que Sílvio no hace. Hablemos de la estructura de la sociedad. El marxismo analiza una sociedad dada como una totalidad contradictoria que incluye la estructura y la superestructura. La estructura incluye las fuerzas productivas y las relaciones de producción (en las cuales están las clases sociales; en el caso del capitalismo, principalmente el proletariado y la burguesía). En la superestructura están las ideologías y las instituciones. Existe una relación dialéctica entre estructura y superestructura, que pueden ser separadas para fines de análisis, pero que están unidas en la realidad concreta, ya que las ideas están en la sociedad y se manifiestan en relaciones y acciones en la vida cotidiana (en los lugares de trabajo, en la escuela, en las religiones, en las instituciones, en las familias, etc.).
La estructura capitalista se asienta en la propiedad privada de los medios de producción, en el trabajo asalariado, con extracción de plusvalía, en la producción y circulación de mercaderías, en la compra y venta de las mercaderías, es decir, en el intercambio mediado por el dinero, en la competencia del mercado condicionada por su ley de oferta y demanda.
Una característica específica del capitalismo, como afirma Karl Marx en el Manifiesto Comunista, es el proletariado, separado de los medios de producción, libre de vender su fuerza de trabajo a cualquier empleador. Pero este sistema social no nace ni se desarrolla de la misma manera y al mismo tiempo en todos los continentes y países. Uno de los elementos que utilizaron los capitalistas para desarrollar este sistema social fue el trabajo esclavo, es decir, los medios de producción y la fuerza de trabajo como propiedad privada, ambos pertenecientes a un dueño, principalmente en América, para obtener mano de obra gratuita y abundante para una acumulación rápida, centrada en la exportación y el desarrollo del mercado y de la industria capitalista. Para este fin, los africanos fueron secuestrados y traficados bajo la égida del Estado monárquico y las bendiciones de la Iglesia. Existían, pues, dos clases sociales principales: los africanos e indígenas esclavizados y la nobleza esclavista, como parte de la sociedad capitalista, que se desarrollaba predominantemente en Europa, con la fuerza de trabajo libre asalariada y la burguesía hipócrita que gritaba en defensa de la libertad y de la igualdad.
Al igual que en Estados Unidos, coexistieron las dos formas de explotación del trabajo: el libre asalariado gratuito en el norte y el esclavizado en el sur del mismo país. Ambos al servicio del mismo sistema y organizados por el mismo Estado, capitalista.
Pero, como también afirma Marx, cuando se da la guerra civil en Estados Unidos es imposible la coexistencia de dos sistemas sociales. Uno tendría que vencer al otro. Prevaleció el trabajo libre asalariado porque el sistema de hecho dominante es el capitalismo, con sus formas genuinas de apropiación de riqueza a través del trabajo libre asalariado. Esto es lo que también prevalecerá en el resto de América, siendo el Brasil el último país en adoptar la fuerza de trabajo libre.
Al contrario de lo que piensa Sílvio, existe una profunda conexión entre el racismo y el capitalismo desde sus orígenes. La ideología de superioridad de la raza blanca sirvió para dominar a la naciente burguesía europea. El racismo se utilizó para legitimar el uso de esclavos africanos en América, en gran escala, lo que fue fundamental para la acumulación capitalista.
Durante siglos, la burguesía intentó justificar y demostrar “científicamente” que los negros eran inferiores a los blancos. Porque la burguesía hipócrita, defensora de la “libertad, la igualdad y la fraternidad”, necesitaba formar un conjunto de ideas que justificasen la existencia de seres humanos privados de libertad en la sociedad en que ella, como clase dominante, establece las reglas políticas, económicas y teóricas. La ideología racista está presente desde los inicios en la estructura y en la superestructura (Estado), es decir, en el conjunto de las relaciones para fines de producción (y explotación) capitalista.
La misma burguesía, cuando la relación de producción esclavista ya no servía para la acumulación de capital, abandonó la esclavitud, pero conservó la ideología racista para los mismos fines: la explotación capitalista.
Abolida la esclavitud, los hombres y mujeres negros conformaron un inmenso ejército industrial de reserva disponible para la venta de su fuerza de trabajo en el mercado capitalista. Jurídicamente libres –y, por lo tanto, en teoría– iguales a los proletarios blancos que ya estaban separados de los medios de producción.
La ideología racista sirve así para dividir a los trabajadores (blancos y negros) y superexplotar a los negros. Busca atraer a los trabajadores blancos para su lado, dándoles la falsa idea de unidad con la burguesía, debido a su “superioridad racial”.
Las diferencias entre blancos y negros fueron transformadas en desigualdades, difundidas artificial e intencionadamente (la ideología racista) en esta sociedad por y para los intereses de la clase dominante (los dueños de la propiedad privada).
Es dentro de estas relaciones que ocurre la estratificación social. Tanto dentro de la clase dominante como dentro de la clase trabajadora. Es a partir de ellas que una parte de la población negra pasará a la clase burguesa, lo cual también es característico de la formación social capitalista. Y en la condición de capitalistas, explotarán a otros hombres y mujeres negros para obtener sus ganancias. Es de esta manera –no por una conducta moral– que el capitalista negro está condicionado a actuar así en este sistema social. Por lo tanto, aunque sean negros, al pertenecer a clases diferentes, tendrán necesidades e intereses diferentes e irreconciliables.
Todo el dolor y el sufrimiento que viven diariamente los hombres y mujeres negros de la clase trabajadora, desde el nacimiento hasta la muerte bajo el capitalismo, están condicionados por estas relaciones. En ellas se asientan las humillaciones y todo tipo de sufrimientos que se abaten sobre los hombres y mujeres negros, como las muertes violentas, el hambre, la humillación del desempleo, los desalojos de las viviendas, la vida en chabolas frente a las alcantarillas de desagües, etc. La tristeza cargada en el pecho y los sueños arrancados del alma. Analfabetismo y miedo constantes en este sistema productor de alto desarrollo tecnológico, de abundante riqueza, y de pobreza absoluta.
Sílvio Almeida ignora esto al ubicar a los negros como un grupo social distinto y no como sujetos que componen determinadas clases sociales en la sociedad capitalista “moderna”. Hacerlo le obligaría a recurrir a Marx, de quien él afirma en una entrevista que, “como método, como teoría y ciencia de la historia” no aborda la cuestión negra con la profundidad necesaria, a través de las clases sociales. Y que el “método de análisis marxista” fue apropiado por la “blancura”. Una calumnia.
El materialismo histórico, como método de análisis de la sociedad capitalista desarrollado por Marx y Engels, nos permite observar la manera en que se dio de hecho la formación de las clases sociales y los intereses de ambas en el proceso de desarrollo y en la actualidad, tanto en su forma particular y en la totalidad, con objetividad, pero sin neutralidad, pues se trata de la visión de mundo y de la posibilidad y la necesidad de liberación de la clase trabajadora. Algo que Sílvio Almeida desprecia por completo.
El Estado
Siguiendo un camino similar al del jurista Alysson Mascaro, Almeida dice que el Estado es una institución que sólo existió en el capitalismo. Es decir, no había Estado antes del capitalismo porque esta institución es una derivación de la forma-valor (y de la mercadería).
“Aunque las sociedades precapitalistas se hayan constituido por múltiples formas de dominación y ejercicio difuso del poder político, las características del orden capitalista son bastante específicas. Sólo con el desarrollo del capitalismo la política asume la forma de un aparato externo, relativamente autónomo y centralizado, separado del conjunto de relaciones sociales, en especial de las relaciones económicas. En el capitalismo, la organización política de la sociedad no será ejercida directamente por los grandes propietarios o por los miembros de una clase, sino por el Estado (ALMEIDA, 2019, p. 92).
En este sentido, ambos revisan la teoría de Marx y Engels que entienden que [es] el Estado, que identifican la existencia del Estado como un conjunto de instituciones (jurídicas, políticas, ideológicas y de las fuerzas armadas) que aseguran en la sociedad el control de la clase dominante. sobre la clase dominada, desde que existe la propiedad privada de los medios de producción (tierra, instrumentos de trabajo, etc.) en las sociedades anteriores al capitalismo (sociedad esclavista y feudal), como nos dice Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado:
“El Estado no es, pues, de ningún modo un poder que se haya impuesto a la sociedad desde fuera hacia adentro; tampoco es “la realidad de la idea moral” ni “la imagen y la realidad de la razón”, como afirma Hegel. Es antes un producto de la sociedad, cuando esta alcanza un determinado nivel de desarrollo; es la confesión de que esta sociedad se ha enredado en una contradicción irremediable consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables que no es capaz de evitar. Pero para que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en conflicto, no se devoren entre sí y no consuman la sociedad en una lucha estéril, es necesario un poder que esté aparentemente situado por encima de la sociedad, llamado a amortiguar el choque y a mantenerlo dentro de límites del “orden”. Este poder, nacido de la sociedad, pero situado por encima de ella y distanciándose cada vez más de ella, es el Estado (2010, p. 213).
Al afirmar que el Estado es una institución específica del capitalismo, pues es una derivación de la forma-valor y de la mercadería, Mascaro y Almeida separan el Estado de las clases sociales. Apoyado en esta concepción, ajena al pensamiento de Marx, Engels, Lenin y Trotsky, el jurista defenderá la idea de que el Estado posee una autonomía relativa frente a la economía capitalista, posibilitando “reformas jurídicas que conceden derechos sociales a los trabajadores y a las minorías […]” (2019, p. 96). El flujo de estas reformas se interrumpe, según el jurista, en contextos de crisis económica, cuando “la expresión del poder estatal cambiará significativamente para reaccionar a la nueva forma adquirida por la interacción entre los cambios económicos y los conflictos sociales” (2018, p. 96).
Así, Almeida concluye que “el Estado, de este modo, no es un mero instrumento de los capitalistas. Se puede decir que el Estado es de clase, pero no de una clase, salvo en condiciones excepcionales y de profunda anormalidad” (2019, p. 96). I. Por lo tanto, si el Estado es una derivación de la forma-valor; si el Estado posee una autonomía relativa en relación con la economía, de modo que permite reformas progresivas; y si no es el instrumento de una clase, una de las consecuencias lógicas es que no es necesario derrocar ese Estado ni construir otro en su lugar.
Por otra parte, al desvincular el Estado de las clases sociales, y al remitir el racismo a una estructura abstracta de la sociedad (capitalista), y al no relacionar el racismo con una clase social específica de la sociedad capitalista, el concepto de racismo estructural se convierte en un sofisma (una ilusión).
Coincidimos con Sílvio Almeida en que “las instituciones son racistas porque la sociedad es racista”. Precisamente porque el racismo es una ideología que está presente en la sociedad en todos los momentos de la vida vivida por los hombres y mujeres negros, incluso en las instituciones del Estado que, por su naturaleza, aseguran la dominación de la burguesía como clase dominante.
Queda por preguntarse [qué dice] Sílvio Almeida, como ministro de Derechos Humanos del Estado brasileño, después de ver el Proyecto de Ley del Marco Temporal aprobado en el Congreso Nacional y sancionado por su gobierno, que favorece abiertamente la apropiación privada de territorios indígenas –que aún resisten– por mineras, madereras, agronegocio, etc., nacionales e internacionales, en lugar de demarcar las tierras de los pueblos originarios y otorgar los títulos de las tierras quilombolas.
Pero, como ya afirmamos, la base que ordena las relaciones en el capitalismo es la propiedad de los medios de producción privada separada de los trabajadores.
Y, para nosotros, es necesaria una revolución socialista para derrocar el Estado, que por su naturaleza existe para preservar la propiedad privada de los medios de producción. Este acto será violento, como en todas las revoluciones, pero también como condición para “suprimir” la propiedad, como propiedad privada de los medios de producción. Este acto presupone la unidad organizada del conjunto de los explotados y oprimidos (negros, blancos, hombres, mujeres, LGBTI) y esto requiere combatir las ideologías en la sociedad, y centralmente en el interior de la clase trabajadora. Su victoria depende de esto. En otras palabras, destruir las bases de sustentación de la explotación y la opresión: la propiedad privada y su Estado capitalista.
La socialización y el control de los medios de producción por el proletariado en su conjunto, como clase dominante, tiene como condición el control sobre su Estado. En esto consiste su democracia hasta que no quede rastro alguno de propiedad privada.
La salida para el racismo en la tesis del racismo estructural
Sílvio Almeida puede sorprender en una primera lectura de su tesis, pero tras una lectura más atenta, encontramos la coherencia de su pensamiento en la conclusión de su tesis:
“La superación del racismo pasa por la reflexión sobre formas de sociabilidad que no se alimenten de una lógica de conflictos, contradicciones y antagonismos sociales que, como mucho, pueden mantenerse bajo control, pero nunca resolverse. Sin embargo, la búsqueda de una nueva economía y de formas alternativas de organización es tarea imposible sin que el racismo y otras formas de discriminación sean comprendidas como parte esencial de los procesos de explotación y de opresión de una sociedad que quiere transformarse” (2019, p. 208).
En esta crítica cifrada y un tanto avergonzada, el jurista habla de una “nueva economía” y de “formas alternativas de organización”, pero sin defender la necesidad de una Revolución para lograrlo. Simplemente dice que es necesario comprender el racismo y las formas de discriminación…
Pero, si para Sílvio Almeida el Estado no es el instrumento de una clase social, y no defiende una revolución, ¿cuál sería la salida para los hombres y mujeres negros?
Encontramos una pista en la cita que hace Almeida del historiador Sidney Chaloub, cuando habla de “esclavos que lucharon por la libertad, resueltamente, por cierto, pero sin llegar a ser nunca abiertamente rebeldes como Zumbi” (apud ALMEIDA, 2019, p. 149).
Wagner Damasceno nos habla sobre esto:
“Bajo el noble argumento de dar protagonismo a los sujetos negros, historiadores, antropólogos y sociólogos centran sus análisis en el siglo XIX –marcado por la desintegración de la esclavitud– y sobrevaloran, por ejemplo, los casos de hombres y mujeres negros que lograron comprar su propia libertad o la de sus hijos; casos de asimilación y recreación de prácticas culturales señoriales, o de negociaciones y arreglos cotidianos entre esclavos y señores.
Con ello, estos intelectuales acaban acercándose a Gilberto Freyre al hipertrofiar conclusiones oriundas de sus análisis microhistóricos y al atribuir a los “tratos” y los arreglos cotidianos un estatus casi equivalente al quilombaje, las fugas y las rebeliones” (2021, p. 121).
Al popularizar la teoría del racismo estructural, el autor evita explicar por qué los hombres y mujeres negros de clase trabajadora son en su mayoría pobres; y explicar por qué esta pobreza es una de las mayores fuentes de riqueza de los multimillonarios.
Su tesis no explica por qué la clase media negra se aferra con todas sus fuerzas a sus privilegios y, en nombre de ellos, vende hasta su alma a los blancos de la burguesía nacional e internacional. Y así, Almeida coloca en la caja del olvido a negros burgueses como Barack Obama, que gobernó el mayor imperio capitalista y no tembló cuando tuvo que matar y azotar a negros en su país y en los países bajo el dominio imperialista estadounidense.
Este tipo de pensamiento se convierte en un obstáculo para el desarrollo de la comprensión de los hombres y mujeres negros, en el caso brasileño, de que compete a ellos asumir la vanguardia en unidad con el conjunto del proletariado –sus hermanos de clase– y llevar adelante la tarea histórica de derrumbar todos los pilares que sostienen el sistema capitalista, ajustando cuentas con la burguesía brasileña e internacional por todo el sufrimiento y las humillaciones padecidas en los últimos siglos.
El ajuste de cuentas de los negros de la clase trabajadora con la burguesía capitalista no puede asentarse en el pensamiento de matices liberales, que se limita a la búsqueda de cambios progresivos de lo posible, a través de la militancia en los tribunales de justicia, como propone Sílvio Almeida, manteniendo la base y las estructuras del sistema capitalista intactas.
En verdad, Almeida llegó a afirmar en el programa Roda Viva que “El racismo es completamente incompatible con un ambiente económico estable del cual las empresas necesitan para reproducirse en el ambiente de negocios”. En otras palabras, en la visión de Almeida, el racismo deja de ser un producto de las relaciones sociales de producción para ser en un obstáculo para ellas.
Por eso, en sus propias palabras, “la lucha antirracista es algo fundamental para hablar como mínimo de estabilidad que haga posible una vida económica incluso en los estertores de la sociedad capitalista liberal”. De modo que ya no se trata de luchar para superar las bases materiales del racismo, sino de preservarlas y desarrollarlas mejor.
En la medida en que las “nuevas” teorías no tienen pretensiones de expropiar la propiedad privada de los medios de producción (base de los conflictos, de las desigualdades; partera y alimentadora del racismo y de todas las opresiones), tales ideólogos, con sus teorías aparentemente radicales, no son más que vendedores de ilusiones, por una sencilla razón: no se puede conciliar lo irreconciliable.
Traducción: Natalia Estrada.