Una década de luchas feministas: Balance y perspectivas del Movimiento de Mujeres Trabajadoras
Por Érika Andreassy, Brasil
La década de 2010 estuvo marcada por un aumento de las luchas de las mujeres en nivel global, cuyo punto culminante fue la convocatoria de una huelga internacional de mujeres en 2017/2018.
Convencionalmente llamada primavera feminista, esto no ocurrió de forma aislada, sino como parte de una polarización social que combinó varios procesos de lucha por derechos democráticos con procesos más generales de la clase y de las masas explotadas en respuesta a los planes de ajuste y a las contrarreformas sociales aplicados por diferentes gobiernos, a raíz de la crisis económica mundial iniciada en 2008; y que a menudo tuvo en su vanguardia a las mujeres y a los oprimidos.
Enseguida quedó claro quiénes serían las mayores víctimas de la crisis, cuya salida burguesa implicó un salto brutal en la explotación, el saqueo y el ataque a las conquistas sociales y a las libertades y derechos democráticos para asegurar el mantenimiento de las tasas de ganancia del capital y reforzar el control social. Ya conocemos las consecuencias para todos los trabajadores y sus sectores oprimidos: el empeoramiento de las condiciones de vida y el aumento de la violencia, del desempleo, de la pobreza y del hambre.
La crisis –y más tarde la pandemia– explicó cómo el capitalismo descarga el peso, para su mantenimiento, sobre los estratos más subyugados y explotados de la sociedad. Echó por tierra la noción de que las conquistas económicas y políticas obtenidas en el régimen democrático burgués son permanentes, ya que están sujetas a las necesidades del capital y a los cambios en la correlación de fuerzas entre las clases y sectores de clase. Pero también produjo una reacción. El surgimiento político de las mujeres y de los oprimidos expresó tanto la agudización de la contradicción entre los ideales burgueses de igualdad y libertad, materializados en la ampliación de los derechos democráticos (al menos en los países imperialistas y semicoloniales “prósperos”) y en la legitimidad que el concepto de “igualdad de género” alcanzó en las últimas décadas, y la situación real y concreta de estos sectores bajo el sistema, así como el salto en la conciencia de esta contradicción.
Quedó contundentemente explícito el contraste que la conquista de derechos presenta entre la vida real y la vida “ideal” bajo el capitalismo, confirmando la máxima de que la conquista de la igualdad ante la ley aún no es sinónimo de conquista de la igualdad ante la vida. La negativa a aceptar tal estado de cosas hizo estallar el ascenso.
Las particularidades del proceso: sus avances y sus límites
Algunas características distinguen este ascenso de otros contextos. Intentaremos sistematizar a continuación los que creemos son los más importantes:
a) El cuestionamiento al feminismo burgués liberal y al posfeminismo
La primera característica fue el cuestionamiento del horizonte de emancipación como resultado exclusivo de la conquista progresiva de derechos, vía la lucha institucional por reformas (elecciones libres, lobby parlamentario, cambios en el perfil del poder judicial, etc.). Lo que Andrea D’Atri llamó “progreso sin contradicciones”[1].
No fue sólo el divorcio entre las demandas de las mujeres burguesas y/o pequeñoburguesas y las de las masas de mujeres pobres de la clase trabajadora[2]; o la constatación de que la conquista de derechos legales en un puñado de países se produjo a expensas de un aumento de la opresión y de la explotación de la inmensa mayoría de las mujeres en escala global[3]; sino incluso la propia incapacidad del feminismo liberal para frenar la ofensiva reaccionaria del populismo de derecha[4].
Buscando contrarrestar la crisis de legitimidad del feminismo liberal e identificando las bases materiales de la opresión de género en el binomio patriarcado-capitalismo[5], las feministas –provenientes principalmente del mundo académico y de la segunda ola– lanzaron la plataforma «Feminismo para el 99%», llamando a la construcción de “un feminismo de base, anticapitalista, solidario con las mujeres trabajadoras, sus familias y aliados de todo el mundo”, señalando la necesidad de dar un carácter antisistema e internacionalista a las luchas de las mujeres y retomando la huelga como opción preferida de lucha.
Dejando de lado nuestras diferencias con esta plataforma[6], lo que queremos resaltar aquí es su surgimiento como una respuesta al feminismo burgués liberal, institucionalizado, integrado a las agendas gubernamentales y de organizaciones internacionales imperialistas, y su visión de emancipación como producto de conquistas progresivas a través de reformas en el sistema que, durante décadas, hegemonizó al movimiento de mujeres desde que perdió radicalidad a mediados y/o finales de los años 1970.
También al feminismo posmoderno (o posfeminismo), que evolucionó desde una concepción de emancipación como resultado de la lucha colectiva (aunque limitada a la conquista formal de derechos como propone el feminismo liberal) hacia el resultado de una elección personal (¡como si fuera posible una batalla individual contra las opresiones!) donde el sujeto performa su propia existencia.
A pesar del avance del “feminismo para el 99%” en relación con el feminismo liberal, sus límites determinaron el desenlace del ascenso. Hablaremos de este tema más adelante.
b) La tendencia a la masividad y a la radicalización
La segunda característica deriva en cierto modo de la primera y se refiere al contenido de las luchas. Es imperioso recordar que en varios países la experiencia de los oprimidos tuvo lugar en el contexto de la conquista formal de igualdad de derechos, y/o del surgimiento de gobiernos considerados progresistas o de “izquierda”; sin embargo, el tema de las opresiones no se resolvió (en algunos casos, incluso se profundizó). Esto sucedió en el Brasil, por ejemplo, donde la Constitución “ciudadana”[7] de 1988, las leyes de protección a la mujer (como la Ley Maria da Penha[8]) y la elección de Dilma Rousseff como primera presidenta de la República, a pesar de expresar un importante avance para las mujeres desde un punto de vista democrático, no significaron una mejora estructural en las condiciones de vida de quienes pertenecen a las clases explotadas, especialmente las mujeres negras y de las periferias, que siguieron siendo víctimas de la pobreza, el desempleo, la informalidad, la sobrecarga doméstica y de cuidados, la doble jornada, la violencia y los feminicidios.
O en Estados Unidos, con la cuestión racial, cuya experiencia de los negros con Obama, décadas después de la caída del régimen de Jim Crow[9], produjo Ferguson[10], y luego culminó en las manifestaciones masivas contra el asesinato de Georg Floyd en 2020. Los factores que explican la amplia unidad en torno a la lucha antirracista de las manifestaciones por George Floyd (tanto las que tuvieron lugar en EE.UU., como también las manifestaciones de apoyo que se realizaron en otros países, principalmente en Europa) tienen que ver con la combinación de los efectos de las crisis económica y sanitaria sobre amplias masas explotadas y juventud precarizada, con la crisis de legitimidad de la supremacía blanca (como ideología dominante) y del racialismo negro (como respuesta para enfrentarlo).
La tendencia de estas luchas democráticas a adquirir contenidos cada vez más explosivos y anticapitalistas quedó claramente expresado (lo que no significa que por sí mismas puedan transformarse en luchas revolucionarias, esto dependerá de la capacidad del proletariado, a través del partido revolucionario, para entrelazar estas demandas con las demás demandas del conjunto de la clase y asumir la dirección de estos procesos). La enorme simpatía que despertaron demuestra que se extendieron más allá de las demandas propias de los oprimidos, canalizando también el descontento de miles de trabajadoras y trabajadores y de la juventud precarizada para con los planes de ajuste y las medidas de austeridad que agravan sus condiciones de vida bajo el capitalismo.
c) La falta de una dirección revolucionaria
La tercera característica tiene que ver con los límites del ascenso. No es casualidad que el proceso se haya estancado y que la ofensiva reaccionaria y del populismo de derecha haya ganado espacio en el último período, sino, precisamente, el resultado de la incapacidad del proletariado para asumir la dirección de estas luchas. No se trata de un capricho del marxismo revolucionario defender la legitimidad de la clase obrera como sujeto social de la liberación de los oprimidos ni de desmerecer el papel de los oprimidos en la lucha por su liberación (sobre todo porque la clase también está conformada por sus estratos oprimidos que deben asumir el papel de vanguardia en estas luchas), sino de una imposición del propio modo de producción capitalista.
El fin de las opresiones está condicionado, ante todo, por la supresión de la base material que las sostiene: la división de la sociedad en clases y la explotación capitalista[11]. Como la clase de los productores es el sector sobre el cual se estructura el capitalismo en una posición estratégica para su funcionamiento, queda claro el papel central que estos juegan en la lucha por la destrucción de este sistema de explotación y opresión.
No es nuestra intención aquí explicar los mecanismos típicos a través de los cuales los factores sexo, raza, orientación sexual, etc., operan en la sociedad de clases actual para transformar la opresión en un arma de explotación capitalista. Lo que queremos resaltar es sólo que, al explicarlo, el marxismo proporciona el programa para emancipar a los oprimidos: la necesidad de vincular sus luchas democráticas con la lucha estratégica (del conjunto de las trabajadoras y de los trabajadores) contra la explotación capitalista y la superación de la sociedad de clases. En este sentido, la comprensión marxista de que el capitalismo es un sistema de explotación y opresión y de que las opresiones son parte del sistema es vital.
Las opresiones son altamente funcionales para el capitalismo, que las utiliza para ampliar sus márgenes de ganancia y asegurar la dominación burguesa, dividiendo y estratificando a los trabajadores; superexplotar a sectores enteros de la clase y a países oprimidos por el imperialismo; rebajar el nivel de vida de todos los trabajadores con la regulación de la fuerza de trabajo mediante el mantenimiento de un ejército de reserva que saca y pone en el mercado según sus necesidades; y economizar con los costos sociales de la reproducción de la fuerza de trabajo, a través del trabajo no remunerado que realizan las mujeres en el ámbito doméstico.
Pero, en la medida en que el modo de producción capitalista, que presupone la libertad y la igualdad formal de sus miembros (igualdad que permite a los trabajadores ser libres de venderse en el mercado y a los burgueses explotarlos libremente a cambio de un salario)[12] no garantiza los principios burgueses a determinados estratos sociales (mujeres, negros y sectores oprimidos en general), sacramenta la desigualdad, generando una enorme contradicción. Las tensiones producidas entre oprimidos y opresores al interior de las diferentes clases, conducen a situaciones en las que los oprimidos pertenecientes a la clase explotadora (como las mujeres burguesas) y los oprimidos de las clases explotadas (las mujeres trabajadoras), eventualmente, sean empujados a ponerse lado a lado para minimizar los efectos de la discriminación y de la opresión y conquistar para sí derechos democráticos que el sistema burgués concibe, como la lucha común por el sufragio femenino, contra los matrimonios forzados, el derecho al divorcio, la legalización del aborto, etc.
También conduce a la proliferación de diferentes teorías e ideologías (y organizaciones que las defienden) que, a diferencia de la ideología dominante (de supuesta inferioridad femenina, en el caso de la mujer), presentan distintas salidas al problema, ya que expresan diferentes intereses de clase o de sectores de clase que conforman estas luchas[13]. Por eso estos episodios (la lucha común por derechos democráticos), cuando eventualmente ocurren, pueden ser dirigidos (y casi siempre lo son) por la burguesía o sus estratos pequeñoburgueses y canalizados hacia estrategias reformistas[14]; o por la clase obrera a través de su dirección consciente, el partido revolucionario, y orientadas hacia la estrategia de la toma del poder.
En especial las corrientes reformistas que disputan la conciencia de las mujeres trabajadoras dentro del movimiento de masas actúan como correas de transmisión de los intereses burgueses y pequeñoburgueses, en el sentido de desviar la atención de la estructura de clases de la sociedad, centrándose exclusivamente en los problemas que las opresiones provocan. Pero, como explica Oppen (2015), no es una fatalidad ni una necesidad que se produzcan movimientos de mujeres unificados. Según ella, la característica fundamental de este tipo de movimientos o luchas democráticas “es que pueden movilizar a sectores de clases diferentes y, a veces, opuestas, y conformar movimientos de luchas policlasistas, o pueden dar lugar a movimientos separados (de mujeres burguesas organizadas de un lado y mujeres trabajadoras del otro) que confluyen, episódicamente, en la lucha por reivindicaciones conjuntas” (destacados de la autora).
La tendencia a la masividad y radicalización de los movimientos de lucha contra las opresiones que surgieron en el contexto de la crisis económica y que tienen que ver con la identificación entre las desigualdades que sufren estos sectores con la desigualdad global producida por el capitalismo, y que describimos en el punto anterior, encontró su contrapartida, lamentablemente, en los límites de sus direcciones reformistas. Incluso las corrientes feministas que actualmente se definen como anticapitalistas (como el feminismo para el 99%) no señalan la necesidad de derrocar el sistema mediante la acción revolucionaria de las masas dirigidas por el proletariado, limitándose a denunciar los ataques y las consecuencias de las políticas neoliberales. En este sentido, se han vuelto tanto o incluso más impotentes que el feminismo liberal para responder a los problemas y las demandas de las mujeres trabajadoras, a quienes dicen representar y han llevado el movimiento a la estancación[15].
Por supuesto, no negamos que ha habido conquistas muy importantes, como la legalización/despenalización del aborto en varios países de América Latina, producto de la conquista de la legalización en la Argentina luego de las grandes manifestaciones que tomaron las calles del país. Lo que intentamos decir es que, ante el estancamiento de las luchas, la reacción de derecha tomó la delantera, como lo demuestra en la reciente elección del ultraderechista Milei, la amenaza al derecho al aborto legalizado. Peor aún, prestando su prestigio a gobiernos burgueses dichos progresistas y/o de izquierda (como Biden en EE.UU. o Lula en el Brasil), bajo el argumento de la amenaza del fascismo, o del mal menor, o alentando la posibilidad de derrotar la ofensiva reaccionaria por la vía electoral, eligiendo candidaturas identitarias y progresistas, renunciando a la independencia de los movimientos, legitiman el régimen burgués y la política de colaboración de clases, desarmando el movimiento y traicionando las luchas, llevándolas a la derrota (o, en el mejor de los casos, a su estancamiento momentáneo).
Conclusión
El esfuerzo por tratar de comprender las virtudes y vicisitudes del ascenso de las mujeres en la década de 2010 no es inocuo sino importante para ayudar a trazar caminos para el movimiento de mujeres trabajadoras. No pretendemos aquí presentar una receta ya lista, sino sólo ofrecer algunas conclusiones a las que llegamos sobre todo este proceso, de modo de ayudar en la superación de sus límites y hacer avanzar nuevamente el movimiento.
Primero, el cuestionamiento a la visión de emancipación de los sectores oprimidos como mero resultado de la acumulación progresiva y perenne de conquistas bajo el régimen capitalista, tal como proponen los feminismos liberal y reformista, burgués y pequeñoburgués. La idea, muy difundida hasta hace poco, de que la ansiada emancipación de la mujer era sólo una cuestión de tiempo, frente al supuesto progreso y solidez de las conquistas femeninas a lo largo del siglo XX, fue puesta en jaque. Al igual que la estrategia de radicalización de la democracia (propuesta por las posfeministas), que se revela inviable cuando se instala la crisis económica, social y política.
Segundo, que la lucha por la emancipación de la mujer y de los oprimidos en general está estrechamente vinculada a la estrategia socialista y revolucionaria. Que para salir victoriosa, la lucha por el fin de las opresiones debe estar vinculada a la lucha por derrocar el actual sistema capitalista de explotación y opresión, que genera, sostiene y reproduce todas las opresiones.
La exacerbación de la violencia y de la opresión es, junto con el aumento de la explotación de los trabajadores, una tendencia del capitalismo. El ascenso de gobiernos y corrientes de ultraderecha no es una mera casualidad, sino la expresión de esta propensión. Por lo tanto, como señala Fontana (2023), “Las respuestas meramente democráticas, liberales, progresistas y reformistas no sólo son insuficientes, sino que son incapaces de acabar con las opresiones y garantizar la igualdad de forma definitiva, precisamente porque no se proponen acabar con el sistema capitalista, basado en la explotación, es decir, sobre la profunda desigualdad, por lo tanto, la base material de todas las opresiones” (destacado nuestro).
Tercero, toda vez que la completa emancipación de la mujer está condicionada a la superación del capitalismo, de la división de la sociedad en clases y de la explotación, el sujeto social de la liberación de las mujeres es el sector sobre el que se estructura el capitalismo en una posición estratégica para su funcionamiento: la clase obrera. La cual, a su vez, para hacer efectivo su potencial revolucionario, necesita saber guiar a la clase trabajadora de conjunto y a sus aliados: la juventud, el campesinado, la pequeña burguesía empobrecida y los sectores de otras clases también oprimidas por el capital.
Esta alianza sólo es posible con una verdadera disposición para tomar para sí sus demandas y colocarse al frente de sus luchas. Esto requiere la comprensión (y, por lo tanto, un trabajo de educación de la clase) sobre el papel que cumplen las opresiones en la sociedad y que, al reproducir las actitudes opresivas, los trabajadores están ayudando a mantener el régimen de explotación capitalista. Si la clase no asume su papel dirigente en esas luchas, acabará disolviéndose en varios movimientos dispersos e impotentes para trascender el horizonte de las reformas.
Cuarto, si la lucha de las mujeres (y de los oprimidos en general) limitada a la mera conquista de la igualdad formal del modo de producción capitalista no sirve para liberar a las trabajadoras de la explotación, sino ni siquiera es eficaz para liberarlas de su opresión, esto no significa ni remotamente que no debamos luchar por derechos y conquistas formales en el sistema, incluso para fortalecer políticamente a los sectores oprimidos de la clase y la unidad necesaria entre los explotados en el enfrentamiento contra el capital. Lo que queremos decir es que estas luchas deben ser tomadas desde una perspectiva de independencia de clase y guiadas por una estrategia revolucionaria y socialista.
La mayoría de los movimientos de mujeres, incluso aquellos que dicen ser movimientos vinculados a los trabajadores y las trabajadoras, lamentablemente han renunciado a esta estrategia, si no en las palabras, sí en sus acciones concretas, en el cotidiano. Al hacerlo, ya no pueden liberar a las mujeres trabajadoras de la explotación o incluso de la opresión y, por lo tanto, se tornan inútiles. Cabe a nosotros, marxistas, rescatar esta estrategia y disputar la dirección de estas luchas, restableciendo el papel de vanguardia de la clase obrera en la lucha por la igualdad y por la emancipación de los oprimidos, volviendo a poner estos movimientos en el camino de la revolución.
Traducción: Natalia Estrada.
[1] FALTA
[2] Actualmente, 340 millones de mujeres en el mundo tienen como uno de sus principales desafíos vivir con la escasez crítica de agua (ONU, 2023).
[3] 75% de las mujeres que viven en regiones en desarrollo trabajan sin contrato formal, carecen de derechos y no tienen acceso a la seguridad social, y el poco salario que reciben tampoco les permite salir de la pobreza (Oxfam, 2017).
[4] El retroceso en el derecho al aborto en Estados Unidos, casi 50 años después de su conquista, es un ejemplo flagrante del derrumbe del feminismo liberal.
[5] No es el objetivo de este artículo polemizar con la visión de las corrientes feministas que predican la subsistencia del patriarcado como un sistema de explotación que coexistiría con el capitalismo y/u otros modos de producción, una visión que no compartimos.
[6] Nuestras diferencias con las firmantes de esta plataforma será objeto de otro artículo.
[7] La Constitución de 1988 recibe ese nombre debido a las enormes conquistas sociales expresadas en ella, resultado del ascenso obrero y de los movimientos sociales en las décadas de 1970 y 1980 que derrocaron la dictadura militar y restablecieron el régimen democrático en el Brasil.
[8] Se refiere a la ley contra la violencia doméstica adoptada en el país en 2006 y considerada una de las tres más significativas legislaciones sobre el tema en el mundo. Su efectividad, sin embargo, ha sido ampliamente cuestionada, ya que la mayoría de las medidas exigidas por la ley nunca salieron del papel, por falta de presupuesto. Durante el segundo mandato de la presidente Dilma, ya en plena crisis económica, se redujeron drásticamente los recursos para combatir la violencia doméstica y de género y las políticas para los sectores oprimidos, lo que provocó su desgaste en la base del movimiento y en el conjunto de la clase, lo que a su vez posibilitó el ascenso del populismo de derecha. La ofensiva continuó en los gobiernos siguientes. El resultado ha sido el aumento sistemático y progresivo de la violencia de género y de los feminicidios en el Brasil, que alcanzó un nuevo récord en 2023.
[9] Se refiere a las leyes racistas que estuvieron vigentes en el sur de Estados Unidos entre 1877 y 1964, que imponían la segregación racial, conocidas como Leyes Jim Crow.
[10] Serie de protestas y saqueos ocurridos en 2014, en Ferguson, Missouri (EE.UU.) tras la muerte del joven negro Michael Brown, a manos de un policía blanco.
[11] La supresión de la base material es el paso indispensable sin el cual es imposible poner fin a las opresiones, pero no es el único. La emancipación de los oprimidos no vendrá automáticamente con el derrocamiento del capitalismo por la revolución socialista, al contrario, es una batalla que debe librarse antes, durante y después de la toma del poder, y, por eso, la importancia de la lucha contra las opresiones para unificar a la clase trabajadora (compuesta por hombres, mujeres, negros, no negros, LGBTI+, inmigrantes, etc.) y como parte de su educación en el odio a todas las manifestaciones de opresión.
[12] La igualdad y la libertad formales encuentran su contraparte en la división de la sociedad en clases sociales y en la dominación de una clase por la otra (opresión de clase).
[13] Las mujeres no son una categoría aparte en la sociedad, están distribuidas por las diferentes clases sociales, tienen sus intereses vinculados a estas clases, y participan de la lucha de clases de acuerdo con eso.
[14] La lucha común por los derechos democráticos eventualmente produce la sensación de que los intereses de las mujeres de clases diferentes son los mismos en todo momento e incluso más importantes que los intereses de clase que unen a las mujeres y hombres burgueses y a las mujeres y hombres trabajadores, que como sabemos, no es verdad.
[15] Es interesante observar, como señala D’Atri en una polémica con las autoras del manifiesto del feminismo para el 99%, que este no hace ninguna referencia a la necesidad de preparar el enfrentamiento con el Estado (capitalista) que no sólo tiene un monopolio de la fuerza, sino también otros mecanismos de cooptación de los movimientos.