Sáb Jul 27, 2024
27 julio, 2024

EEUU | Lucrar sin fines de lucro

En el capitalismo, las crisis son endémicas. Cada vez más, aun cuando los indicadores económicos apunten hacia la prosperidad, esta solo cubre a un diminuto sector de la sociedad. Los trabajadores llevan décadas de pérdidas salariales y reducciones masivas en servicios públicos y otras intervenciones estatales para aminorar los peores aspectos del capitalismo. Al carecer de ayudas sociales financiadas por el gobierno, la clase trabajadora y los pobres han pasado a depender cada vez más de las organizaciones sin fines de lucro que llenan ese vacío.

Por: Brian Crawford – La Voz de l@s Trabajadores, Estados Unidos

La decadencia de la izquierda ha sembrado la división entre los trabajadores del mundo en su enfrentamiento con el capital, dejando otro vacío que la burguesía aprovecha para imponerle una dura liberalización económica a la clase trabajadora. Para desorganizar a la clase trabajadora, el capital sigue varias estrategias. Una de ellas es el control de las direcciones de organizaciones que buscan resarcir la desigualdad. Las mismas firmas que ejercen casi monopolios en una industria dada invierten en organizaciones sin fines de lucro o no gubernamentales (ONGs) con objetivos específicos. Así, el capital, el que creó las condiciones de pauperización en la clase trabajadora, aparece como el salvador. Pero su filantropía no es más que una fachada para ocultar la verdadera naturaleza del sistema.

El anticapitalismo populista y el auge de la filantropía

Para entender el papel que juegan las ONGs, debemos comenzar por sus orígenes en las fundaciones caritativas. En EEUU, las fundaciones establecidas por Rockefeller o Carnegie hace más de un siglo son ejemplos prominentes de ello. Estos y otros monopolistas sufrían el escarnio público por la miseria que dejaban a su paso. La política de la “Era Progresista” en este país (desde fines del siglo XIX hasta principios de la Primera Guerra Mundial) canalizaba tanto la furia de la clase trabajadora contra el capital como el antagonismo popular y pequeñoburgués contra los “Robber Barons”[1] hacia la promulgación de leyes que mitigaran el poder de los monopolios. Así, la filantropía fue una forma temprana de relaciones públicas del gran capital para limpiar su reputación, influir sobre la opinión pública, y apaciguar la amenaza populista contra la plutocracia que en EEUU representaba el espíritu de la Era Progresista.

Hace cien años, era común sospechar de la filantropía. Incluso las figuras más conservadoras de la época manifestaban su hostilidad. Por ejemplo, “a pesar de sus cercanos vínculos al gran capital, el candidato presidencial Progresista Teodoro Roosevelt se opuso al esfuerzo [de la filantropía], declarando que ‘el gasto en caridad de fortunas [tales como la de Rockefeller] no puede compensar de manera alguna las malas acciones con las que fueron adquiridas’.” Samuel Gompers, presidente de la Federación Obrera Americana (AFL, por sus siglas en inglés) y máximo exponente del gremialismo tradicional conservador, se burlaba diciendo que “lo que el mundo le agradecería al señor Rockefeller en este momento sería la fundación de un gran fondo de pesquisa y educación para ayudarle a la gente a ver cómo pueden evitar transformarse en alguien como él”.[2]

Como miembro de la burguesía, a Roosevelt lo que le preocupaba era que la rapacidad de Rockefeller pudiese socavar la percepción pública del sistema y así intensificar la furia colectiva de la clase trabajadora en un momento en el cual la explotación iba en aumento. Un cuarto de siglo después, otro Roosevelt se enfrentaría a un reto aún mayor para salvar la existencia misma del “sistema de libre empresa”.

Dos décadas después de la Revolución Rusa, el temor a la revolución estaba fresco en la memoria de la burguesía. En la década de 1930, el capitalismo mundial atravesaba la peor crisis de su historia. Este fue el contexto del programa del “nuevo pacto social” (el famoso New Deal) del entonces presidente Franklin D. Roosevelt (FDR), quien creó o amplió una serie de programas y agencias gubernamentales para enfrentar los efectos de la crisis. Con ellos se generó más empleo en el sector público, se oficializó el derecho a organizar sindicatos, y se fundó el seguro de desempleo y jubilatorio. El mandato de FDR inició una era de política económica keynesiana (que busca promover el consumo) en Estados Unidos y un régimen que promovía la intervención gubernamental en la economía y que prevalecería durante las siguientes cuatro décadas.

Desde sus inicios, los programas gubernamentales del New Deal fueron tildados de “socialistas”. En Estados Unidos, estos ataques han sido comunes ante cualquier intervención gubernamental a favor de las masas populares. La ortodoxia ideológica capitalista ubica el mercado como fuente principal de todo aquello que debe ser provisto socialmente. Según esta ideología, la intervención gubernamental debe limitarse a la protección de la propiedad privada y la defensa nacional. Así, los impuestos para financiar los programas sociales son considerados un mal, mientras se sostiene que a los capitalistas se les debe permitir usar los medios financieros (expropiados a la clase trabajadora) como mejor les parezca, caritativamente o no. Desde esta perspectiva, son los capitalistas los que mejor pueden beneficiar a la sociedad.

Bajo el New Deal y su continuación en las medidas también keynesianas del presidente Lyndon B. Johnson en la década de 1960, se enfatizaron programas gubernamentales para lidiar con la pobreza, la vivienda, y otros problemas que padecían las masas trabajadoras. Pero hoy en día, la burguesía ya no ve esta manera de encarar las desigualdades estructurales causadas por el capitalismo como parte de la solución de ellas. Casi medio siglo después de estas políticas, la política socioeconómica tomó la dirección opuesta.

El neoliberalismo intensifica sus ataques

Los ataques del neoliberalismo comenzaron en serio durante la década de 1980. El gobierno del presidente Ronald Reagan arrasó con muchos programas sociales, supuestamente para equilibrar el presupuesto federal. La nueva política de responsabilidad fiscal de la burguesía coincidió con el aumento masivo del gasto militar durante la última década de la Guerra Fría. La deuda nacional llegó al trillón de dólares por primera vez en la historia norteamericana, drenándole los fondos a los programas sociales. Al mismo tiempo, los recortes impositivos a favor de los ricos y las corporaciones redujeron los ingresos fiscales. A medida que la necesidad de servicios sociales aumentaba cada vez más agudamente, las organizaciones sin fines de lucro u ONGs se hicieron cada vez más vitales. Las ONGs se transformaron en una forma para que el Estado pudiese “subdelegar” su responsabilidad hacia la clase trabajadora y los pobres. A medida que los beneficios aumentaban para los ricos al reducirse sus impuestos, estos lanzaron programas filantrópicos, obteniendo así aún más descuentos impositivos. Pero las intenciones del capital han ido siempre más allá del beneficio impositivo.

Las empresas y sus respectivas industrias adoptan métodos para proteger sus intereses y el sistema empresarial de conjunto. Para el capitalismo, los movimientos radicales de la década de 1960 representaban una amenaza directa comparable a la del radicalismo de los años 1930. Las luchas por la justicia racial, el movimiento contra la guerra en Vietnam, y la evolución política general durante esa década llevaron a muchos a ver la relación íntima entre la opresión doméstica y la opresión en el extranjero. A través de sus fundaciones, las corporaciones aplicaron un chaleco de fuerza para someter a los movimientos radicales o liberales de izquierda. Cómo demuestra el sociólogo Efe Gurcan, con esta política y a través de esfuerzos conjuntos con el Estado, estos “lograron cooptar a las organizaciones de la izquierda liberal por medio del financiamiento de las fundaciones, transformándose así en agencias reformistas de servicios sociales, no antagonistas y pro-estatales, que llenaron el vacío dejado por la decadencia del Estado de Bienestar.” Así, el capital diluye el potencial político de los movimientos, neutraliza las fuerzas de oposición, proveyendo una medida de alivio a las comunidades, mientras le asegura al Estado un medio de control social que no sea la violencia. A través del control de fundaciones, la clase dominante también obliga a sus antiguos adversarios a subordinar sus principios a las necesidades de financiamiento y a los intereses del capital. Como dice Jennifer Ceema Samimi,

«Cuando los financistas de las fundaciones tienen agendas que no cuadran con la misión de las organizaciones que apoyan, entonces las organizaciones corren el riesgo de predisponerse a la deriva […] Este concepto de deriva cuestiona si la organización mantiene sus metas y valores originales, exponiéndola a poner en riesgo su contribución a la comunidad que auxilia».

Cuando el financiamiento estatal es inadecuado, las organizaciones sin fines de lucro se vuelcan a la búsqueda de fondos adicionales. Su dependencia de los dineros de las fundaciones resulta en una pérdida de su independencia y un aumento de la probabilidad de entrar en la deriva. Como dice Samini, «las becas de las fundaciones también vienen con una serie de requisitos desfavorables que tienen que cumplirse […] una organización puede llegar a sentirse obligada a modificar sus programas y a veces a cambiar su declaración de principios para así encajar en los requisitos de las solicitudes de becas». Las ONGs empiezan a cambiar su dirección “de la redistribución de la riqueza hacia la provisión temporaria de servicios sociales para mantener viva a la gente”, permitiéndole así a los ricos la amortiguación de contradicciones para evitar el caos, para mantener la fe en las instituciones, y para controlar a quienes podrían inclinarse por la lucha por el cambio social.

La estructura organizativa básica de las organizaciones ONG sigue el modelo corporativo empresarial. Cada una tiene un ejecutivo en jefe o presidente, un jefe de finanzas, un jefe de operaciones, y una mesa directiva, reflejando así cada vez mayor distancia del control democrático de las bases o de la responsabilidad ante las comunidades. Como explica Ramsin Cannon, «gracias a la aguda competencia para captar becas de las fundaciones y del gobierno, la industria de las ONGs ha desarrollado una clase de ejecutivos, escritores de becas (o sea, recaudadores de fondos), abogados, y contralores. Esta clase de profesionales se vincula a través de asociaciones profesionales, redes de financiamiento, programas académicos, y el circuito de conferencias». En última instancia, “en cuanto nace una profesión, también nace el interés material en proteger una industria”.

Irónicamente, el desarrollo y expansión de una ONG es en muchos casos una ilustración de la división que existe entre la clase trabajadora, por un lado, y la burguesía y el estrato gerencial profesional que la sirve, por el otro. Las campañas a favor de la organización o las campañas bienales electorales causan conflictos de intereses y así los intereses materiales de la clase trabajadora se posponen para poder servir a los intereses de las ONGs y sus benefactores.

La contención del radicalismo negro

Gurcan cita el trabajo de Dylan Rodríguez, quien define la relación entre las corporaciones y las ONGs como «Una serie de relaciones simbióticas que vinculan las tecnologías financieras y políticas del Estado con el patrocinio de la clase propietaria y la vigilancia sobre el discurso político público, incluyendo especialmente a los movimientos sociales progresistas y de izquierda, y todo esto a partir de mediados de la década de 1970». En particular, el movimiento del poder negro fue cooptado y un resultado de ello —el capitalismo negro— se transformó para muchos en un antídoto contra la política de lucha de las masas negras y contra el espectro de la actividad política radical de los años 60s. Al ser inevitable el descontento en el seno de la clase trabajadora, fue necesario un método de contención.

El fortalecimiento de la liberalización del mercado y las reducciones presupuestarias han tenido un efecto particularmente severo en las comunidades negras. Ya para la década de 1970, y como resultado de la acción directa por parte del movimiento de Derechos Civiles, la población negra conquistó derechos civiles y electorales. Con ellos, lograron aumentar la representación de los negros dentro del Estado. A su vez, la dirección política negra a nivel nacional comenzó a llevar lo que había sido una política más revolucionaria y opositora independiente hacia el reformismo electoral, y esto en todos los niveles del gobierno. Históricamente, los negros habían resistido la opresión estructural a través de diferentes formas del movimiento de liberación, y tendían a constituir una fuerza por fuera las instituciones nacionales. Esto cambió a medida que los éxitos legislativos del movimiento de los Derechos Civiles crearon las condiciones para el surgimiento de una clase política negra. Como dice Adolph Reed, «El estrato gerencial profesional que crecía dentro de la comunidad negra empezó a fundirse con los sectores procrecimiento de las élites blancas para así producir un nuevo marco para la actividad política negra en la era posterior a la de los Derechos Civiles».(88) La política redistributiva se contradice con las aproximaciones políticas y económicas que están a favor del crecimiento. Estas últimas, invariablemente llevan la política hacia formas que el capital pueda aceptar, al no estar en conflicto con él. El resultado directo concreto es el despojo de las comunidades negras aun cuando las administraciones locales de ellas sean negras. Anteriormente, las comunidades negras habían experimentado una huida de capitales a otras regiones del país o incluso al extranjero.

A pesar del giro al reformismo liberal por parte de la dirección nacional negra, las comunidades siguieron luchando por sus necesidades básicas, en contra de la recalcitrante clase dominante blanca. La legislación no protegía a los negros de la discriminación.

Enfrentadas a la carencia de financiamiento federal y a centros cívicos cada vez más vacíos, las municipalidades recurrieron a cada vez más colaboraciones con entidades privadas. Erigidos sobre la base de la colaboración entre el capital privado y lo público, los programas de vivienda federales resultaron ser un fracaso. El fin de lucro se arraigaba en la discriminación racial y excluía a los negros de los barrios blancos para así preservar en estos últimos el valor de la propiedad. Los negros seguían atrapados en las redes de la segregación Jim Crow, sin escapatoria. Cada vez que se introducían mejoras en los barrios negros, estás resultaban no ser para beneficio de la comunidad, cosa que sigue así hoy en día.

Las ONGs como agentes del imperialismo

La liberalización de la economía no se restringió a los Estados Unidos. África y América Latina se convirtieron en laboratorios de un ajuste estructural que ha mantenido a las naciones perpetuamente endeudadas. El fin de la Guerra Fría significó que Europa del Este y la Unión Soviética también fueran obligadas a adherirse a la ortodoxia de Mercado. Tal como ocurrió con el descubrimiento del Nuevo Mundo, estos nuevos mercados fueron visitados por “misioneros” que divulgaron las virtudes del Libre Mercado.

La polarización de la Guerra Fría se resquebrajó a principios de la década de 1990, proveyéndole a los Estados Unidos un medio para obligar al mundo, incluyendo la antigua Unión Soviética, a someterse a la hegemonía capitalista. Tras la Guerra Fría, un mundo unipolar le quitó al capitalismo yanqui todo impedimento en su penetración en los mercados y le permitió doblegar el mundo a su voluntad. Así, por todas partes se desmantelaron las entidades y programas estatales, exponiendo aún más a los países al capital extranjero y a la explotación. Antiguos funcionarios estatales se enriquecieron con la privatización de las industrias estatales. África y América Latina se endeudaron cada vez más con el Fondo Monetario Internacional, cuyos préstamos llegaban a condición de que los países beneficiados liberalizasen sus economías. Países enteros cayeron en la miseria. Se privatizó el agua, y los sectores de salud y la educación en estos países proveyeron “interesantes oportunidades para los inversores europeos especializados”, como explica Patrick Bond para el caso de Africa.

En este mundo unipolar, las ONGs y las instituciones internacionales tales como el FMI asisten al empuje del capital yanqui y lo ayudan a acceder a nuevos mercados. Como explica el jefe de una alianza de consultores de negocios internacionales, «necesitamos que la gente entienda que nuestro programa de asistencia extranjera es vital a nuestra capacidad de aumentar nuestra visibilidad y nuestra porción del mercado».

En su arsenal, el imperialismo tiene mucho más que armas de destrucción masiva. Utiliza algo igualmente devastador: la amenaza de destrucción económica. El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial e instituciones semejantes son los usureros del capitalismo global. Más aparentemente benignos son los nuevos millonarios del capital que están creando las condiciones favorables para “la exportación de agronegocios, los talleres clandestinos, las minas de recursos, y los parques de diversiones para turistas,” como ha demostrado McMillan. Una vez que las fuerzas del mercado arrasan con un país, la filantropía disimula la identidad de estos criminales económicos. Con el respaldo de la fuerza imperial yanqui, las políticas neoliberales destrozan el estado redistributivo en nivel global. De ahí, el subarriendo de los servicios sociales se transforma en el modus operandi prevaleciente «a medida que las poblaciones tanto de los países centrales como de los periféricos se ven cada vez más condicionadas a satisfacer sus necesidades yendo de las clínicas caritativas a los bancos de alimentos y una interminable ristra de agencias de la ‘sociedad civil’», como apunta McMillan. A su vez, los benefactores “desinteresados” caen como paracaidistas salvadores de último momento. Pero, en realidad, la filantropía conspicua es solamente un intento de ocultar los efectos corrosivos que el capital tiene sobre la sociedad. En nivel nacional e internacional, lo que hace el capital con sus corporaciones es suscribir la opresión de las masas a través de sus fundaciones y su financiamiento de las ONGs, recibiendo hasta cierto punto el consentimiento de la población. Las organizaciones dedicadas al bienestar social se vuelven vitales para las comunidades que han sido privadas de recursos y que a raíz de la destrucción de los servicios sociales nacionales carecen absolutamente de ninguna otra asistencia.

En lugar de las falsas soluciones de las ONGs, la política revolucionaria

Es imposible lograr la emancipación de la clase trabajadora a través de la filantropía u organizaciones que dependen de fundaciones cuyos conflictos de intereses son evidentes, al estar financiadas por el capital. Que el capitalismo financiase organizaciones con conciencia de clase sería el equivalente a darles un cuchillo afilado con el cual lo pudiesen degollar. Es más, la adopción de estructuras empresariales corporativas y la dependencia de las fuerzas del mercado solo perpetúan las condiciones que crean la necesidad de ONGs. Como explican Carl Rhodes y Peter Bloom en un articulo que analiza a los multimillonarios caritativos, «lo que estamos presenciando es la transferencia de la responsabilidad de proveer servicios y bienes públicos de las instituciones democráticas a las manos de los ricos, a ser administrada [a su gusto] por la clase ejecutiva». Los marxistas diríamos aún más, colocando la democracia en su contexto de clase: el problema con los multimillonarios caritativos y sus obras filantrópicas es que disfrazan y mistifican las raíces clasistas de la explotación y la opresión y distraen a la clase trabajadora de la lucha independiente por la democracia proletaria.

El retroceso de la izquierda que abandona la política revolucionaria para plegarse a las estrategias reformistas deja a la clase trabajadora sin dirección cuando crece la furia. Se recetan soluciones en pequeña escala para problemas que son estructurales, con lo cual solamente se llega a la frustración y a la desmoralización al no llegar los resultados esperados. Para el capitalismo, el antídoto a la miseria es inevitablemente el mercado. Durante la pandemia de coronavirus, incluso se ha llegado sugerir que se utilice el afán de lucro como aliciente para la inversión en el desarrollo de vacunas y equipos médicos. Pensemos un poco en este razonamiento: la industria de los fármacos hará lo que supone es la razón de su existencia —la producción de medicamentos para tratar y curar enfermedades— solamente si la sobornamos. Los hospitales cierran, dejando cada vez menos camas y UCIs [unidades de terapia intensiva], faltan medicamentos para enfermedades raras o para enfermedades que padecen los pobres. Cuando hay curas, los costos son prohibitivos. Desde la sanidad, pasando por la vivienda y hasta la educación, la burguesía causa crisis de las cuales la clase trabajadora no puede salir usando ni el sistema de benevolencia ni el capitalismo mismo. Las ONGs son un medicamento para vivir con la enfermedad; no son la cura.

Notas:

[1] Los más poderosos monopolistas industriales como John D. Rockefeller, Henry Ford, Cornelius Vanderbilt y Andrew Carnegie que en esta época destruían a su competencia y explotaban a sus trabajadores sin miramientos legales ni morales.

[2] Peter Dobkin Hall, “A Historical History of Philanthropy, Voluntary Associations and Non-Profit Organizations in the United States 1600 – 2000.” The NonProfit Sector: A Research Handbook– Second Edition. Ed. Walter W. Powell and Richard Steinberg. Yale University Press, 2006, 32-65.

Artículo publicado en La Voz de los Trabajadores, 16/12/2020.-.
Traducción del original en inglés: Vera C.

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