Jue Abr 18, 2024
18 abril, 2024

Los intentos de revolución política en el bloque soviético

Nadie analizó con tanta profundidad como León Trotsky el carácter del Estado soviético luego del triunfo de la contrarrevolución estalinista. En 1936, en medio del auge económico experimentado por la URSS, cuando los hechos parecían confirmar la justeza de las teorías y la política de la casta burocrática, Trotsky publicó un libro titulado La revolución traicionada. En esta obra, que debería ser estudiada por cualquiera que pretenda comprender el derrotero de los antiguos Estados obreros, el futuro fundador de la IV Internacional no solo analizó la degeneración y las contradicciones del Estado soviético sino que, además, realizó una previsión acertada de la restauración capitalista, medio siglo antes de que ese proceso comenzara.

Por Daniel Sugasti

El libro pretendía responder a un hecho inédito, con enorme impacto político: la degeneración burocrática del primer Estado obrero de la historia. Ese proceso, muy contradictorio, era fuente de confusión y duras polémicas, incluso entre los miembros de la llamada Oposición de Izquierda Internacional, la organización dirigida por Trotsky para enfrentar la contrarrevolución estalinista.

Se trataba, ante todo, de caracterizar científicamente el carácter de la Unión Soviética. Sin ello, la tarea de elaborar un programa revolucionario era imposible. En la década de 1930, mientras el mundo capitalista se sumergía en una crisis terrible, la economía soviética crecía de modo impresionante. Trotsky planteó que la base de los sorprendentes indicadores económicos debía buscarse en la expropiación de la propiedad burguesa, la estatización de los principales medios de producción, la planificación de la economía y el monopolio estatal del comercio exterior; es decir, en las conquistas establecidas por la revolución socialista de 1917, no en la política burocrática del estalinismo. Explicó que la camarilla del Kremlin mantenía esas bases sociales solo en la medida en que estas constituían la fuente de sus privilegios materiales, aunque paralelamente las socavaban de manera paulatina.

Las conquistas de la revolución socialista permitieron que, en la década de 1940, la URSS saltara de ser un país materialmente atrasado a erigirse en la segunda potencia económica y militar del mundo.

¿Significa esto que, como aseguraban los burócratas, la URSS había alcanzado el socialismo? Trotsky rechazó categóricamente tal cosa. Él caracterizó que la URSS era un Estado obrero que degeneró a partir de que la burocracia estalinista usurpó el poder político a los soviets (consejos) y, con ello, ese aparato dejó de ser un instrumento al servicio de la clase obrera y la revolución mundial para convertirse en lo opuesto, es decir, un instrumento de represión interna y un freno para cualquier proceso revolucionario internacional.

La dinámica de la casta burocrática, a la que solo le interesaba aumentar sus privilegios, llevaba a un sabotaje de la economía planificada y de las bases sociales del Estado obrero, puesto que la dirección económica no era discutida democráticamente por la clase obrera. Por eso, para el estalinismo, fue fundamental liquidar la democracia soviética e instaurar un régimen totalitario, que apeló siempre a métodos de guerra civil contra la clase trabajadora. Un régimen político –aunque sostenido sobre bases económico-sociales opuestas– gemelo al fascismo. En consecuencia, los planes económicos no estaban al servicio de responder a las necesidades de la clase obrera sino a los intereses mezquinos de la burocracia.

Sintetizando: la burocracia expropió políticamente el dominio de la clase obrera sobre el Estado, esterilizó los soviets, liquidando su carácter de clase y anulando su contenido revolucionario. De los soviets solo quedó un cascarón vacío. Sobre la base de esa política contrarrevolucionaria se impuso una dictadura contra el proletariado.

Acerca de las contradicciones de las relaciones de clase en la URSS, Trotsky demostró que la expropiación de la burguesía no había eliminado las clases, al contrario de lo que decía el estalinismo, sino que la burguesía se reconstruía por medio de la pequeñoburguesía rural y urbana, así como por la propia burocracia privilegiada. No solo la URSS estaba lejos de ser un “país socialista”, sino que ni siquiera había llegado al nivel de las economías capitalistas avanzadas. Toda la cuestión residía en que, de acuerdo con el marxismo, es imposible que un país llegue al socialismo de manera aislada. El proletariado puede tomar el poder en un determinado país y poner en marcha una economía de transición al socialismo, pero el socialismo como sistema solo es posible en escala mundial, esto es, presupone la derrota del imperialismo.

De hecho, la propia existencia de un Estado policiaco, una terrible dictadura contra la clase obrera y los sectores populares, era demostración, por un lado, del atraso material de la economía soviética; por otro, prueba irrefutable de que nunca existió “socialismo” en la URSS. Esto es así, en primer lugar, porque la transición al socialismo presupone una amplia democracia obrera, esto es, el control por proletariado de su propio Estado. En segundo lugar, porque el socialismo exige, a la par, la una desaparición gradual del Estado en su rumbo al comunismo.

El “Estado obrero degenerado”, con todo, era un elemento contradictorio dentro de la economía mundial dominada por el imperialismo. En algún momento, esa contradicción debía resolverse. O bien por una extensión de la revolución socialista a los países capitalistas más avanzados, o bien por la vía de la restauración capitalista en los Estados obreros.

En ese sentido, Trotsky planteó que existían tres hipótesis para la evolución de esa formación económico-social contradictoria.

La primera era que una revolución dirigida por un partido revolucionario, “que tenga todas las cualidades del viejo partido bolchevique”, derrocase a la burocracia y regenerase el Estado soviético. Esto significaría, según definió, una revolución política:

“La revolución que la burocracia prepara en contra de sí misma no será social como la de octubre de 1917, pues no tratará de cambiar las bases económicas de la sociedad ni de reemplazar una forma de propiedad por otra. La historia ha conocido, además de las revoluciones sociales que sustituyeron el régimen feudal por el burgués, revoluciones políticas que, sin tocar los fundamentos económicos de la sociedad, derriban las viejas formaciones dirigentes (1830 y 1848 en Francia; febrero de 1917, en Rusia). La subversión de la casta bonapartista tendrá, naturalmente, profundas consecuencias sociales; pero no saldrá del marco de una revolución política”[1].

En otras palabras, sería una revolución en el régimen político, no en el carácter de clase de Estado. El trotskista argentino y fundador de la LIT-CI, Nahuel Moreno, resumirá esta definición en 1980:

“Es que la revolución política es una verdadera revolución porque refleja la lucha encarnizada, mortal, entre distintos sectores sociales, no clases, pero sí sectores sociales. La revolución política es la revolución de la base obrera y popular contra la aristocracia obrera y sus funcionarios, es decir, sus burocracias. Es política porque es la lucha encarnizada de un sector de la clase obrera contra otro sector o contra sus funcionarios. Y decimos que es una verdadera revolución porque el movimiento obrero tendrá que movilizarse masivamente para sacar de la dirección de sus organizaciones a este sector, que luchará a muerte para defender sus privilegios”[2].

Una revolución de esta naturaleza, de acuerdo con Trotsky:

“[…] comenzaría por restablecer la democracia en los sindicatos y en los soviets. Podría y debería restablecer la libertad de los partidos soviéticos. Con las masas, a la cabeza de las masas, procedería a una limpieza implacable de los servicios del Estado; aboliría los grados, las condecoraciones, los privilegios, y restringiría la desigualdad en la retribución del trabajo, en la medida que lo permitieran la economía y el Estado. Daría a la juventud la posibilidad de pensar libremente, de aprender, de criticar, en una palabra, de formarse. Introduciría profundas modificaciones en el reparto de la renta nacional, conforme la voluntad de las masas obreras y campesinas. No tendría que recurrir a medidas revolucionarias en materia de propiedad. Continuaría y ahondaría la experiencia de la economía planificada. Después de la revolución política, después de la caída de la burocracia, el proletariado realizaría en la economía importantísimas reformas sin que necesitara una nueva revolución social”[3].

La segunda hipótesis consistía en que la contrarrevolución triunfase por medio de “un partido burgués” que restaurase el capitalismo. Esta hubiera sido una contrarrevolución social, no política: “Aunque la burocracia soviética haya hecho mucho por la restauración burguesa, el nuevo régimen se vería obligado a llevar a cabo, en el régimen de la propiedad y el modo de gestión, una verdadera revolución y no una simple reforma”[4].

Pero existía una tercera hipótesis: que la burocracia continuase en el poder por un período relativamente prolongado. En ese caso, ¿qué pasaría? Trotsky desarrolló esta alternativa en La revolución traicionada:

“La burocracia continúa a la cabeza del Estado. La evolución de las relaciones sociales no cesa. Es evidente que no puede pensarse que la burocracia abdicará en favor de la igualdad socialista […] en el futuro, será inevitable que busque apoyo en las relaciones de propiedad. Probablemente se objetará que poco importan al funcionario elevado las formas de propiedad de las que obtiene sus ingresos. Esto es ignorar la inestabilidad de los derechos de la burocracia y el problema de su descendencia. El reciente culto de la familia soviética no ha caído del cielo. Los privilegios que no se pueden legar a los hijos pierden la mitad de su valor; y el derecho de testar es inseparable del derecho de la propiedad. No basta ser director de trust, hay que ser accionista. La victoria de la burocracia en ese sector decisivo crearía una nueva clase poseedora. Por el contrario, la victoria del proletariado sobre la burocracia señalaría el renacimiento de la revolución socialista”[5].

Dicho de otro modo, si la burocracia lograba mantenerse en el poder del Estado obrero, esa misma casta restauraría el capitalismo y, al hacerlo, se transformaría en clase poseedora, en una nueva burguesía.

En el Programa de Transición, el programa con el que se fundó la Cuarta Internacional en 1938, Trotsky planteó este problema de modo más categórico:

“El pronóstico político tiene un carácter alternativo: o la burocracia se transforma cada vez más en órgano de la burguesía mundial dentro del Estado Obrero, derriba las nuevas formas de propiedad y vuelve el país al capitalismo; o la clase obrera aplasta a la burocracia y abre el camino hacia el socialismo”[6].

En resumen: si la clase obrera soviética no protagonizaba una revolución política que derrocara el Termidor estalinista, pero al mismo tiempo salvaguardara las relaciones de propiedad no capitalistas, la restauración capitalista, tarde o temprano, sería un hecho.

Lamentablemente –aunque no sin lucha, como veremos– esta fue la hipótesis, anticipada de manera brillante por Trotsky, que se confirmó en la realidad.

A mediados de la década de 1980, la dirección de Mijaíl Gorbachov, junto con la cúpula de la KGB, tomaron la determinación de restaurar el capitalismo. En 1986, el XXVII del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) inició el proceso de desmoste de toda la estructura del Estado obrero en tres sentidos principales: la liquidación de la propiedad socializada de los principales medios de producción; el fin del monopolio del comercio exterior; el fin de la economía planificada. La restauración burguesa, de hecho, había comenzado mucho antes en la ex Yugoslavia y en China. En nuestros días, todos los ex Estados obreros son países capitalistas, en todos rige la economía de mercado.

Gorbachov y Reagan

La restauración del capitalismo es el balance histórico del estalinismo. La ideología oficial del “socialismo en un solo país”, imperante desde 1924, implicaba una renuncia a la perspectiva de la revolución socialista mundial. Esa proposición –una tosca falsificación del marxismo– nunca pasó de una teoría justificativa de las concepciones nacionalistas arraigadas en la burocracia soviética y de su principal interés: ampliar sus privilegios materiales. Esto tuvo una derivación en el canon de la política internacional de la URSS: la “coexistencia pacífica” con el imperialismo, formulada en la segunda posguerra, pero aplicada desde antes[7].

La historia emitió su veredicto. La restauración del capitalismo en los ex Estados obreros es la prueba del fracaso de las teorías del socialismo en un solo país y de la coexistencia pacífica con el imperialismo. La historia confirmó, en un período relativamente corto, que no existe ninguna posibilidad de llegar al socialismo en la arena nacional; que ese nuevo tipo de sociedad –superior en todos los sentidos al capitalismo– solo podrá alcanzarse por medio de una revolución mundial que destruya al imperialismo. El socialismo será mundial o no será. La realidad demostró, en definitiva, que la transición al socialismo es inconcebible sin un régimen político de amplia democracia obrera, puesto que la política contrarrevolucionaria de la casta burocrática –una excrecencia social ajena al proletariado– en escala nacional e internacional, socaba las bases económico-sociales de cualquier Estado obrero y, tarde o temprano, impone un retroceso hacia el capitalismo.

Las “democracias populares”

El final de la Segunda Guerra Mundial impone un reordenamiento en el sistema internacional de Estados, sellado por los acuerdos establecidos en las conferencias de Yalta y Potsdam en 1945, entre Roosevelt-Truman (EEUU), Churchill y Stalin.

Churchill, Roosevelt y Stalin

La burocracia soviética, siguiendo la lógica de la coexistencia pacífica que reseñamos, pacta con el imperialismo una nueva división del mundo. Las potencias imperialistas, por un lado, reconocían a la URSS el derecho de establecer un “bloque” de naciones aliadas en el Centro y Este de Europa. Por otro, Stalin se comprometía a impedir la revolución en el resto de Europa y en el mundo, especialmente en los países en que la resistencia al nazismo estaba dirigida por los partidos comunistas. El compromiso con los jefes imperialistas evitó la toma del poder en países como Francia, Italia y Grecia. El Kremlin solo estaba interesado en consolidar su área de influencia que, según su teoría, “coexistiría” pacíficamente con el mundo capitalista. Así nació la división oficial entre “dos campos”, “dos sistemas”: los “Estados imperialistas” y los “Estados amantes de la Paz”.

En el contexto del avance militar soviético rumbo a Berlín, el Ejército Rojo liberó del yugo nazi a una franja de países en los cuales, concluida la contienda, mantuvo una ocupación militar. Este fue el punto inicial de la conformación del llamado “bloque del Este”, o glacis soviético, una cadena de Estados controlados, manu militari, por la burocracia estalinista. Esos “países satélites” fungían de “colchón” entre la Europa imperialista y la URSS: Alemania Oriental, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia (hasta 1948) y Albania (hasta 1960).

Stalin, Mao y otros dirigentes del bloque soviético en 1949

Entre 1945 y 1948, Stalin impulsó las llamadas “nuevas democracias”, esto es, gobiernos de unidad con facciones burguesas (frentes populares), preservando las formas de un régimen multipartidista y el ritual de las elecciones parlamentarias, pero bajo la tutela del ejército soviético. En el comienzo, la propiedad privada de los medios de producción permaneció casi intacta. Pero esta política cambió en 1948, debido fundamentalmente a la presión imperialista, concretada en la doctrina Truman y con el Plan Marshall. Moscú orienta que los partidos comunistas locales se hagan con la totalidad del poder, e impulsa la expropiación de la burguesía. Surgen, así, regímenes de partido único calcados del modelo estalinista ruso[8]. Es decir, en el contexto de condiciones objetivas excepcionales y en contra de sus intenciones originales, el Kremlin extiende la estructura social y el régimen bonapartista vigente dentro de la URSS, pero ese cambio no es producto de una revolución obrera (como la de octubre de 1917) sino, esencialmente, de la ocupación militar del Ejército Rojo en esos países de Europa central y oriental[9].

Así surgieron nuevos Estados obreros, pero burocratizados desde su génesis[10]. Es decir, si bien se expropió a los capitalistas y se planificaron esas economías, el poder político quedó en manos de una burocracia privilegiada y enemiga acérrima de la democracia obrera.

Este es el comienzo de las pretendidas “democracias populares”, un bloque de países explotados económicamente y oprimidos por el chovinismo ruso. Fueron Estados dominados por una ocupación militar extranjera permanente. La opresión de Moscú, como veremos en otro apartado, planteará una y otra vez, y de modo dramático, el problema nacional.

El significado político de las “democracias populares” animó una intensa polémica acerca de qué eran esos nuevos Estados. En las filas del trotskismo, que estaba extremadamente debilitado por el asesinato de Trotsky en 1940, la extensión de la expropiación de la burguesía a esos países hizo que corrientes como la dirigida por Michel Pablo y Ernest Mandel sostuvieran que el estalinismo, bajo ciertas condiciones, era capaz de cumplir un papel revolucionario. De ahí la propuesta de ese sector de impulsar la política de “entrismo sui generis” en los partidos comunistas; lo que en los hechos implicaba la disolución del trotskismo en el aparto estalinista. Otro sector, en el que se cuenta a la corriente morenista, rechazó rotundamente esa capitulación y definió el glacis soviético como “Estados obreros deformados”. Las consecuencias prácticas de este debate, así como los métodos burocráticos de la facción Pablo-Mandel, precipitaron la primera gran ruptura dentro del trotskismo de posguerra, en 1953.

En 1957, Nahuel Moreno sintetizó el proceso que originó el bloque del Este. Esta base conceptual será crucial para comprender las revoluciones políticas y su dinámica.

“Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Rusia se ha transformado en un país que explota a otras naciones y a sus trabajadores. Aprovechando el ascenso revolucionario de las masas en la posguerra, que aterrorizó al imperialismo y al capitalismo, y la presencia del Ejército Rojo en el Este europeo, la burocracia rusa negoció con el imperialismo el reconocimiento de su influencia sobre la región. Para ampliar su esfera de influencia en el mundo la burocracia ‘pagó’ entregando la revolución, y el estalinismo se transformó desde ese momento en el principal sostén del debilitado y semiderruido régimen capitalista en Europa […] Como resultado de esta negociación surgieron las ‘Democracias Populares’ en Europa del Este, y en ellas los jerarcas del Kremlin establecieron –luego de muchas ‘limpiezas’–, sus agencias burocráticas nacionales”[11].

En el terreno de la lucha de clases mundial, digámoslo de paso, la conformación del glacis soviético, junto con el triunfo de la Revolución China de 1949, inauguró una nueva etapa en escala mundial: un largo período de victorias tácticas –la expropiación de la burguesía en un tercio del planeta como producto de la tremenda presión de la movilización revolucionaria de las masas, sobre todo en China–, aunque en el contexto de una derrota estratégica. Moreno siempre habló de que esa enorme conquista encerraba la terrible contradicción de que ese proceso fortaleció al principal aparato contrarrevolucionario de la historia, el estalinismo, agudizando así la crisis de dirección revolucionaria.

“Sin embargo –dicen las Tesis de fundación de la LIT-CI en 1982–, estos colosales procesos revolucionarios no han logrado llenar la necesidad objetiva de la revolución socialista mundial. Por el contrario, hemos llegado a una situación contradictoria, paradójica: el más grande triunfo logrado en el curso de este proceso revolucionario –la expropiación del capitalismo en un tercio de la humanidad y la constitución de más de una decena de Estados obreros– pareciera volverse en contra. En tanto que, dirigidos por las burocracias, los Estados obreros nacionales se han convertido en obstáculos en el camino de la revolución mundial”[12].

Dada la caracterización de esos nuevos Estados obreros deformados, Moreno planteó los ejes generales del programa trotskista en esos países. La precisión alude a la polémica con Pablo y Mandel:

“El programa elaborado por la Cuarta Internacional para la zona dominada por la burocracia y para la misma URSS es sencillo, y gira alrededor de dos pilares: revolución política y derecho a la autodeterminación de las naciones que son dominadas por la URSS. Este programa fue actualizado en la posguerra con un agregado de fundamental importancia para los países ocupados por el Ejército Rojo: ¡Que se vaya el Ejército Rojo para que cada país haga lo que quiera! ¡Que el Ejército Rojo dé el ejemplo no ocupando ni dominando ningún país! Esta conquista teórica y programática costó años a nuestro movimiento […]”[13].

Esta apretada síntesis del escenario de posguerra en el Este europeo y de las bases programáticas del ala principista del trotskismo, servirán para entender los procesos surgidos de la crisis mundial del aparato estalinista[14]. Un primer hito de esta crisis es, sin duda, la muerte de Stalin, ocurrida el 5 de marzo de 1953. Luego de tres décadas de “culto a la personalidad”, la desaparición del infalible “guía genial de los pueblos” no podía menos que estremecer el poder de la burocracia. No es casualidad que, pocos meses después, estallara el primer proceso de revolución política. El primero de muchos intentos que, aunque derrotados, confirmarían la tendencia apuntada por Trotsky[15].

El levantamiento obrero en Berlín oriental

Entre el 16 y 17 de junio de 1953, una huelga iniciada por los obreros de la construcción en Berlín oriental derivó en una rebelión que se extendió a lo largo y ancho de la República Democrática de Alemania (RDA). Cerca de medio millón de obreros cruzaron los brazos, y aproximadamente un millón de alemanes orientales tomaron las calles en 700 ciudades y localidades.

La gota que colmó el vaso fue la disposición de elevación del ritmo de producción sin aumento salarial. En efecto, a finales de mayo el gobierno de la RDA resolvió un aumento de 10% de la cuota de producción. Si los obreros de una determinada rama industrial no alcanzaban las metas que establecía la burocracia, sus salarios serían rebajados.

Las constantes exigencias de aumento de la productividad eran particularmente odiosas para la clase obrera de un país en ruinas, que soportaba maniatada las penurias materiales, sin ninguna libertad democrática efectiva. Por otra parte, existía una amplia conciencia de que las metas para acelerar el desarrollo de la industria pesada en la RDA eran parte de un plan económico diseñado para satisfacer las demandas de la economía soviética, no las necesidades básicas de los trabajadores alemanes. Dado el carácter totalitario del régimen, ni las cuotas de producción ni ninguna medida económica eran decididas por los trabajadores sino por los burócratas, en primer lugar, los de Moscú. La electricidad, el carbón, la calefacción, todo estaba racionado. La nueva cuota de producción representaba un ataque a las castigadas condiciones de vida. En la industria de la construcción, por ejemplo, implicaba un corte salarial particularmente duro: entre 10 y 15% para los obreros no calificados; la mitad o más para los calificados.

Esta ofensiva de la burocracia contra los obreros estaba encuadrada en la política del “nuevo curso”, oficializada el 9 de junio de 1953 por el Comité Central del SED[16], el partido gobernante. Justificada por los malos indicadores económicos, la nueva política significó una serie de concesiones a la burguesía, la pequeñoburguesía y las iglesias: créditos facilitados, desnacionalización de empresas, menos entregas de los campesinos al Estado, amnistía para políticos burgueses corruptos en prisión, entre otras regalías. El “nuevo curso”, por otro lado, no establecía ninguna mejora material para la clase obrera.

La política de crecimiento desproporcionado de la industria pesada, en detrimento de la producción de bienes de consumo básico, redundaba en desabastecimiento y carestía para los alemanes orientales. La propia burocracia, una vez que estalló la rebelión, debió reconocer este hecho. En su edición del 17 de junio, el diario del SED admitió que “el desarrollo forzoso de la industria pesada ha llevado […] a la restricción de la industria de los medios de consumo. Esto ha impedido el aumento ulterior del nivel de vida”[17].

Alboroto en Berlín oriental. El 16 de junio, los albañiles de todas las obras de la avenida Stalin (Stalinallee) decidieron democráticamente entrar en huelga y marchar hacia la “Casa de los Ministerios” para exigir al gobierno “comunista” la derogación de la nueva cuota de producción. Esta decisión fue precedida de una serie de debates. Ya el 8 de junio, los obreros del block 40 de la Stalinallee, de los cuales 75% eran miembros del SED, habían votado una resolución contraria a esa imposición.

Al comienzo, los huelguistas no tenían otra intención que entregar sus demandas por escrito a las autoridades. Así, desfilaron bajo una pancarta roja que decía: “¡Exigimos una reducción de la cuota!”. En la medida en que los albañiles avanzaban, miles de otros trabajadores se unieron a la columna coreando otro tipo de demandas: “¡Obreros, uníos!”, “¡La unión es la fuerza!”, “¡Queremos elecciones libres!”, “¡Queremos ser libres, no esclavos!”.

Cuando la marcha llegó a su destino, no fueron recibidos por “el camarada” Walter Ulbricht, secretario general del SED, sino por funcionarios secundarios. Esto enfureció a los presentes. Ante una muchedumbre de cerca de 10.000 personas, un orador expuso un pliego de reivindicaciones: cancelación de los aumentos de la cuota de producción; reducción de 40% de los precios en las tiendas del Estado; aumento general del nivel de los obreros; abandonar el intento de crear un ejército; elecciones libres en Alemania; democratizar el partido y los sindicatos. Dada la indiferencia de la burocracia, los obreros decidieron convocar una huelga general para el día siguiente. Una crónica de la época menciona cómo los obreros, enardecidos, encaraban a su interlocutor estalinista, gritándole: “¡Nosotros somos los verdaderos comunistas, no tú!”[18]. Durante la noche, las actividades para preparar la huelga fueron frenéticas. Entre un día y otro, hubo asambleas por todas partes y se formaron comités de fábrica. Los debates tocaban asuntos que iban mucho más allá de las demandas meramente económicas, como la exigencia de que se pagaran los días de huelga y que no hubiera represalias contra los miembros de los comités; reducción de las remuneraciones policiales; libertad para los presos políticos; dimisión del gobierno; establecimiento de elecciones secretas, generales y libres, que asegurasen una victoria obrera en una Alemania reunificada.

La huelga general del 17 de junio fue un éxito rotundo. Más de 150.000 obreros, principalmente metalúrgicos, albañiles y del transporte, ocuparon las calles del sector soviético de Berlín. Delegaciones de obreros de la Alemania occidental se unieron a la lucha. En todos los centros industriales de la RDA estallaban asambleas, mociones de solidaridad, toda suerte de protestas. Surgieron comités de fábricas y hasta embriones de soviets (consejos de obreros). La radicalización de los trabajadores fue muy acelerada. En cuestión de horas, la huelga de los albañiles de la avenida Stalin se había convertido en un auténtico levantamiento revolucionario que hacía tambalear a la burocracia estalinista.

Tanque soviético en las calles de Berlín oriental, 1953

Pero la huelga como tal no se extendió al sector occidental. La burocracia obrera del Oeste logró impedir la unificación de la lucha.

Los mandamases de la RDA, espantados, pidieron socorro a Moscú. Habían perdido el control de la situación. Entonces, más de 20.000 soldados rusos con el apoyo de tanques del Ejército Rojo estacionado en Alemania Oriental, además de 8.000 efectivos de la policía local (Volkspolizei), irrumpieron en las calles para aplastar la sublevación. Los tanques se abrieron paso entre la multitud, que inútilmente arrojaba piedras y cualquier cosa que tuvieran a mano. Los rusos no dudaron en abrir fuego para dispersar la manifestación. El informe oficial admite que más de 50 personas murieron. Otras estimaciones hablan de centenares de muertos durante la represión. La rebelión obrera había sido sofocada.

En los días que siguieron a la masacre, la Justicia de la RDA y tribunales militares soviéticos juzgaron sumariamente a centenares de personas. Hubo ejecuciones y torturas en las cárceles de la temible policía política, la Stasi. Por primera vez, la burocracia cerró el sector oriental, aislándolo del resto de la ciudad, un preludio del futuro Muro de Berlín.

Con todo, después de la jornada del 17 de junio hubo huelgas y protestas en muchas localidades. Pero la derrota había sido sellada en Berlín. El gobierno estalinista de Grotewohl-Ulbricht fue salvado por la intervención de los tanques soviéticos. Otto Nuschke, uno de los vicepresidentes del Consejo de Ministros, declaró: “Los rusos tienen razón en emplear los tanques, pues, en tanto que potencia de ocupación, es su deber el restablecimiento del orden”[19]. El primer acto de revolución política, aunque fugaz, sería un ejemplo para los pueblos de otros países del Este. Demostró que la burocracia no era omnipotente.

La revolución húngara de 1956

Entre el 23 de octubre y el 10 de noviembre de 1956, Hungría fue escenario de una revolución obrera y popular contra el régimen burocrático estalinista. Fue un proceso mucho más amplio y profundo que el de la huelga general berlinesa. Sin embargo, como se sabe, corrió la misma suerte que sus hermanos de clase alemanes. La revolución política húngara terminaría aplastada por el Ejército Rojo, no sin antes legar una referencia de combatividad que inspiraría futuros procesos en el Este europeo.

Dos antecedentes importantes. En febrero de 1956 se celebra el XX Congreso del PCUS, en el que Nikita Jrushchov denuncia los “crímenes de Stalin” – de los cuales él también fue partícipe–, condena el “culto a la personalidad” del antiguo líder soviético y promete reformas en el Estado y el partido. El “Discurso secreto” anunciaba una “desestalinización” de la sociedad soviética, una medida concebida para responder a la crisis planteada por la muerte de Stalin, dentro de la propia burocracia. También respondía a las presiones de un descontento de masas que crecía en el área de influencia soviética. Nahuel Moreno comentó las distintas interpretaciones sobre la maniobra de Jrushchov y su ala dentro la camarilla:

“El XX Congreso sirvió, de paso, para que las tendencias reformistas del movimiento obrero –desde los titoístas hasta la secta pablista– abrigaran esperanzas sobre una vía pacífica, tranquila, reformista, para hacer la revolución política contra la burocracia. En oposición a ellos, nosotros afirmamos que el XX Congreso mostraba que la presión de las masas era tan potente que anunciaba la proximidad de un enfrentamiento total, de conjunto, de las masas contra la burocracia, que no podía dejar de ser contrarrevolucionaria. Los hechos [se refiere a la revolución húngara] también en esto, nos han dado la razón”[20].

En efecto, los cambios anunciados pronto se revelarían cosméticos. No existía ninguna intención de democratizar el aparato estalinista. Sin embargo, el temblor ocasionado por el XX Congreso hizo que sectores de los partidos comunistas de Europa oriental, pero principalmente los pueblos de esos países, concibieran su resultado como el inicio de una apertura real. Las masas de los Estados del Glacis percibieron, como mínimo, una brecha que podía ser aprovechada. Pero cuando se pusieron en movimiento para ensancharla, canalizando sus legítimas aspiraciones materiales y democráticas, la supuesta “desestalinización” expuso toda su falsedad. La respuesta fue la misma de siempre: calumnias, persecución, represión inmisericorde.

La primera muestra de ello fue Poznań (Polonia), el segundo antecedente inmediato de la revolución húngara. Entre el 28 y el 30 de junio de 1956, más de cien mil obreros de la fábrica Cegielski entraron en huelga por mejores condiciones de trabajo y de vida. La protesta fue sofocada por la acción de más de 10.000 soldados y 400 tanques del ejército polaco, comandado por oficiales rusos. El saldo fue de más de 70 muertos, cerca de 600 heridos y centenares de opositores presos. Aunque la propaganda estalinista acusó a los manifestantes de “anticomunistas” o “agentes provocadores contrarrevolucionarios e imperialistas”, la realidad es que los huelguistas entonaban La Internacional mientras desfilaban con pancartas que decían “Exigimos pan”. Poznań fue, a su vez, antecedente del llamado “Octubre polaco” del mismo año. Luego de la represión en Poznań, consciente de que había un despertar democrático y un influjo de autodeterminación nacional en curso, la dictadura del Partido Obrero Unificado Polaco (PZPR, en sus siglas en polaco) resolvió un aumento de 50% de los salarios, además de prometer cambios políticos.

Huelga de obreros polacos en Poznan, 1956

Pero el descontento popular no había sido suprimido. A la muerte de Stalin, en el caso polaco debe sumarse la muerte, ocurrida menos de un año después del escandaloso XX Congreso del PCUS, del entonces secretario general del partido, Bolesław Bierut, conocido como el “Stalin de Polonia”. Así, la crisis del “ala dura” del estalinismo polaco se agudizó a tal punto que el propio aparato rehabilitó a un dirigente “moderado”, Władysław Gomułka, para que asumiera el poder. Moscú amenazó con invadir el país. Nuevas protestas populares estallaron. Una delegación soviética, liderada por el propio Jrushchov, fue hasta Polonia para impedir la ascensión de Gomułka. Pero este tenía el respaldo del ejército polaco y gozaba de credibilidad entre el pueblo. Luego de tensas negociaciones, el Kremlin cedió ante los cambios, luego de obtener la plena garantía de que Gomułka y los suyos no implicaban ninguna amenaza seria al dominio ruso ni pretendían romper con el Pacto de Varsovia. El nuevo líder polaco había ganado la pulseada apoyándose hábilmente en la bronca popular hacia Moscú. Los burócratas polacos conquistarían así una mayor autonomía en los asuntos internos. El 24 de octubre de 1956, en el auge de su popularidad, ante una multitudinaria demostración en Varsovia, Gomułka pidió el fin de las manifestaciones, repitió promesas y, como respuesta a las aspiraciones nacionales, aseguró una “nueva vía de socialismo”, una suerte de “comunismo nacional polaco”.

Gomulka ante una multitud en Varsovia, 24 de octubre de 1956

Moreno da las razones que explican el hecho de que Polonia no haya sido invadida por la URSS en 1956: “Gomułka era una garantía para Moscú y al mismo tiempo gozaba del apoyo de los trabajadores, por haber sido perseguido por Stalin; el Kremlin no se atrevió a enfrentar simultáneamente a Hungría y a Polonia y optó por reprimir militarmente el peligro húngaro, más inmediato (la influencia de la Iglesia católica sobre el movimiento de masas polaco actuaba como última salvaguarda contrarrevolucionaria de la propia burocracia)…”[21].

El proceso polaco fue seguido con suma atención en Hungría, donde también imperaba una terrible dictadura estalinista. La clase obrera no tenía ninguna participación en las decisiones políticas ni económicas, controladas por la cúpula del Partido de los Trabajadores Húngaros (MDP, en sus siglas en húngaro)[22] que, a su vez, estaba bajo tutela de Moscú. En este régimen de partido único, sin derecho para la clase trabajadora a formar otros partidos o sindicatos independientes de los oficiales, la policía política, llamada Autoridad de Protección del Estado (ÁVH, en sus siglas en húngaro) era poco menos que omnipotente.

La falta de libertades democráticas se combinaba con una odiosa opresión nacional, expresada, ante todo, en un terrible saqueo de la riqueza nacional en favor de la burocracia rusa. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los vencedores impusieron a la economía húngara el pago de 300 millones de dólares en un plazo de seis años, en concepto de reparaciones de guerra para la URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia[23]. Así, el Kremlin penalizaba a las masas húngaras porque su burguesía había sido aliada del nazismo. El Banco Nacional de Hungría estimó en 1946 que el costo de las reparaciones representaba entre 19 y 22% del ingreso anual nacional. Hacia 1956, la hiperinflación, el desabastecimiento y el racionamiento se hacían intolerables. La paciencia popular se agotaba.

Las concesiones arrancadas al Kremlin por los polacos incentivaron en el pueblo húngaro la determinación de luchar por una serie de reclamos democráticos, hasta entonces sofocados por el aparato represivo local. Incluso antes del discurso de Jrushchov existían señales de disidencia intelectual en el propio partido gobernante húngaro. El más conocido fue el Círculo Petofi, bautizado con el nombre del poeta nacional Sandor Petofi, símbolo de la revolución burguesa de 1848 contra la dinastía Habsburgo. Este grupo de intelectuales publicó desde 1955 una serie de artículos críticos.

La crisis empeora. El 18 de julio de 1956, el Politburó soviético fuerza la dimisión de Mátyás Rákosi del cargo de secretario general del partido. Rákosi, que se describía a sí mismo como “el mejor discípulo húngaro de Stalin”, ostentaba el puesto desde 1948. Su caída señalaba la debilidad del régimen. Lo sucedió Erno Gerö, apodado el “carnicero de Barcelona”, debido a su eficiente participación en la represión al POUM y en el asesinato de Andreu Nin durante la Revolución Española. La movida tampoco calmó los ánimos. En pocos meses, su gobierno sería atropellado por los acontecimientos.

El 22 de octubre, una asamblea de miles de estudiantes universitarios aprobaba una lista de dieciséis demandas políticas[24]. La primera de ellas, decía: “Demandamos la retirada inmediata de todas las tropas soviéticas de acuerdo con lo previsto en el Tratado de Paz”. El punto dos exigía la elección, mediante voto secreto, de una nueva dirección para el partido comunista en todos los niveles. El punto tres demandaba la constitución de un gobierno “bajo la dirección del camarada Imre Nagy”, el único dirigente del partido con credibilidad. Añaden: “Todos los líderes criminales de la era Stalin-Rákosi deberán ser depuestos inmediatamente”. Los reclamos restantes discurrían entre el derecho a huelga, libertades de opinión, expresión, prensa, radio libre, salario mínimo para los trabajadores, etc.  El movimiento estudiantil anunció, también, su adhesión a una marcha de solidaridad con “el movimiento libertario polaco”, convocada para el día siguiente. El pliego termina con un llamado: “Los trabajadores de las fábricas están invitados a unirse a la manifestación”[25].

El 23 de octubre, más de 200.000 personas marcharon hacia la sede del Parlamento. Los estudiantes y trabajadores gritaban: ¡Fuera rusos!, ¡Rákosi, al Danubio!, ¡Imre Nagy, al Gobierno!, ¡Todos los húngaros, con nosotros! Las calles de la capital estaban inundadas de banderas nacionales con los colores rojo, blanco y verde, aunque aparecían con un hueco recortado en el medio, donde antes estaban estampadas la estrella roja, el martillo y las dos espigas, símbolos del partido estalinista.

Revolucion politica bloque sovietico
Tanque destruido por las masas en las calles de Budapest, 1956

Erno Gerö emitió una proclama en la que condenó a escritores y estudiantes y calificó a los manifestantes como una turba reaccionaria y chovinista. Esto provocó la ira de la multitud, que derribó una estatua de Stalin de diez metros de altura. Una parte marchó hacia la Radio Budapest, fuertemente protegida por la ÁVH. Cuando una delegación intentó entrar para difundir sus proclamas, la policía política abrió fuego. Muchos murieron. Los manifestantes, encolerizados, incendiaron coches de policía y asaltaron depósitos de armas. En lugar de reprimir, soldados húngaros se solidarizaron con el pueblo. La revolución había comenzado.

Esa misma noche, los tanques rusos entraron en Budapest. Hubo cruce de tiros en todas partes. El 24 de octubre, los obreros declararon la huelga general. Más unidades del ejército húngaro se pasaron a los revolucionarios. La rebelión tomó cuenta del país. Erno Gerö y el entonces primer ministro, András Hegedüs, huyeron hacia la Unión Soviética. János Kádár asumió como secretario general del partido y convocó a Imre Nagy, un dirigente del ala “reformista” para primer ministro. Lo primero que hizo Nagy fue tratar de desmovilizar al pueblo. Prometió que negociaría la retirada de las tropas soviéticas si se restablecía el orden. Pero el pueblo se había puesto en movimiento. Surgieron los primeros consejos obreros y milicias. A pesar de su superioridad militar, los soviéticos sufrieron muchas bajas. Los húngaros adoptaron tácticas de guerrilla urbana que inutilizaron decenas de tanques rusos.

El 27 de octubre se formó un nuevo gobierno presidido por Nagy, con el filósofo Georg Lukács como ministro de Cultura y dos ministros no comunistas. El objetivo de los “reformadores” consistía en apaciguar a las masas, lograr que el movimiento retrocediera y conciliar con los rusos. Luego de negociaciones con el Kremlin, Nagy anunció la inmediata retirada de las tropas soviéticas de Budapest y la disolución de la ÁVH. Para el 30 de octubre, la mayoría de las unidades soviéticas se habían retirado a sus cuarteles fuera de la capital. Júbilo en las calles. Parecía que los rusos se estaban marchando definitivamente de Hungría.

Pero, a pesar de la exhortación de Nagy a retomar la calma, la realidad mostraba que la organización independiente de la clase se fortalecía. Los consejos obreros se multiplicaban. En algunos municipios asumieron tareas propias de un gobierno. Hubo planes para elegir un Consejo Nacional. Estaba en curso una revolución política tan avanzada que había originado embriones de doble poder.

A esa altura, el movimiento parecía imparable. Pierre Broué recoge el testimonio de Gyula Hajdu, un militante comunista, de 74 años, que hizo pública su indignación hacia la burocracia: “¿Cómo podrían saber los dirigentes comunistas lo que pasa? Jamás se mezclan con los trabajadores y la gente común, no se los encuentra en los colectivos, porque todos tienen autos, no se los encuentra en los negocios o en el mercado, porque tienen sus tiendas especiales, no se los encuentra en los hospitales, pues tienen sanatorios para ellos”[26].

La revolución antiburocrática, como sus antecesoras, adquirió también el contenido de una revolución de liberación nacional. Un proceso revolucionario en el que la lucha contra la opresión nacional ejercida por los rusos, que el pueblo húngaro identificaba, con justicia, en el odioso régimen estalinista con sede en el Kremlin, fue uno de los motores sociales más poderosos. No fue un proceso “chovinista”, como propagandeaba el estalinismo, sino el alarido de una nación oprimida. Sin entender el problema de la opresión nacional y el justo anhelo de autodeterminación del pueblo, es imposible comprender las revoluciones en el Este europeo.

Acerca de ese carácter, Nahuel Moreno escribió en 1957:

“En todos lados ocurre lo mismo: brutales normas de producción y salarios miserables, confiscación de las cosechas a los campesinos y una política prepotente para que entren en las colectividades agrícolas. Esta doble explotación que sufren los trabajadores de los países dominados por Rusia se refleja en la estructura política de esos países: un régimen totalitario, sin ninguna democracia, controlado por una burocracia fabricada y dirigida desde Moscú. De ahí el doble carácter de las revoluciones húngara y polaca, es decir, nacional por un lado, y obrera por el otro. Esta es la razón por la que, en un principio, dado el carácter general del movimiento, el conjunto de la nación contra el opresor extranjero, haya intervenido en la lucha toda la población. Pero después va quedando como única dirección la clase obrera, que no solo lucha contra la explotación nacional, sino también contra la explotación de la burocracia nativa”[27].

El aparato estalinista decía estar enfrentando una contrarrevolución ultranacionalista o directamente fascista que pretendía restaurar el capitalismo y entregar el país a la OTAN. Esto, como adelantamos, es completamente falso. Ninguna de las principales reivindicaciones de los estudiantes, obreros y el pueblo en general cuestionó jamás la economía nacionalizada. La revolución buscaba conquistar libertades democráticas, es decir, democratizar el partido y el Estado; además del respeto al derecho de autodeterminación nacional, comenzando por la expulsión de las tropas de ocupación rusas. Tanto es así que, para esa tarea, una mayoría confiaba en Nagy y un sector del propio partido gobernante.

En los primeros días de noviembre, Moscú discutía cómo liquidar la revolución. Mólotov proponía la intervención militar. El mariscal Zhúkov, en un primer momento, se oponía. Jrushchov habría conferenciado con Mao Zedong y Tito, ambos favorables al uso de la fuerza. Mientras tanto, la situación de los soviéticos se hacía más precaria. Durante el interregno en que las tropas rusas estuvieron fuera de la ciudad, multitudes asaltaban las sedes del partido gobernante, quemaban banderas de la URSS, linchaban a miembros de la policía política, no por “odio al comunismo” sino por repugnancia hacia el estalinismo y sus agentes nativos.

Un elemento que pesaba en las consideraciones soviéticas acerca de la intervención militar era la posible actitud de EEUU. Pero, cuando el 29 de octubre estalló la guerra de Suez, la burocracia soviética entendió que sus adversarios tenían problemas más urgentes que la suerte de los húngaros. Eisenhower, que tampoco quería conflictos bélicos con la URSS, dio a entender que Hungría formaba parte de la esfera de influencia soviética.

El gobierno húngaro estaba completamente superado. La figura del primer ministro se había desgastado tanto ante el pueblo como ante los jerarcas rusos. El 1 de noviembre, Nagy anunció la neutralidad húngara y una posible retirada del Pacto de Varsovia. El Kremlin decidió lanzar una segunda ofensiva, la definitiva para aplastar la revolución.

En la noche del 3 de noviembre comienza la “Operación Torbellino”, comandada por el mariscal Iván Kónev. Los rusos invadieron Budapest desde distintos sitios, combinando ataques aéreos, artillería y la acción conjunta de tanques e infantería de 17 divisiones. Más de 30.000 soldados y 1.130 blindados entraron disparándole a todo lo que se moviera. La resistencia húngara se concentró en las áreas industriales, bombardeadas sin pausa por la artillería soviética. El 10 de noviembre, la revolución había sido aplastada. Más de 2.500 húngaros habían muerto y cerca de 13.000 resultaron heridos. Los rusos perdieron más de 700 soldados y centenares de carros de combate, hecho que muestra la combatividad de las y los revolucionarios.

Revolucion politica bloque sovietico
Hungría, 1956

El 10 de noviembre se instala un nuevo gobierno encabezado por János Kádár. Este personaje, completamente servil a Moscú, permanecería en el poder hasta 1988. La persecución fue implacable. Se desató una orgía de venganza política. Miles fueron apresados, enviados a los gulags siberianos. Otros fueron ejecutados sumariamente. El propio Nagy fue fusilado en 1958. Se estima que cerca de 200.000 personas salieron del país para escapar de la represión estalinista.

Una vez más, el aparato central del estalinismo lograba sofocar, por medio de la represión, un intento de revolución política. En Hungría, los consejos obreros fueron el punto más avanzado de la revolución. Pero esos organismos no tuvieron centralización ni una dirección revolucionaria que planteara una estrategia independiente de todas las alas de la burocracia –la confianza de un amplio sector en la figura de Nagy, por ejemplo, se demostró fatal–, que promoviera la centralización de los consejos obreros y que apuntara la estrategia de tomar el poder para establecer un régimen de democracia obrera sobre la base de la economía no capitalista. Sin un partido revolucionario, el proletariado no pudo resolver la dualidad de poderes a su favor. El régimen estalinista, el de Moscú y el de Budapest, pudieron maniobrar, engañar, desgastar y, con ello, preparar el terreno para la ofensiva militar final del Ejército Rojo.

Moreno enfatizó siempre lo esencial de una política independiente de la burocracia en su conjunto. En el texto que venimos citando, explicaba el carácter no revolucionario de los “reformadores” de los partidos comunistas en el bloque soviético. La dinámica del proceso mostró que de las entrañas de la burocracia nunca surgieron sectores favorables a una auténtica revolución política. A lo sumo aparecieron fuerzas que, presionadas por la acción de las masas, plantearon reformular ciertas políticas, pero siempre en el marco de los regímenes de partido único:

Las revoluciones húngara y polaca –escribe Moreno– también demostraron, por otro lado, que las fuerzas fundamentales en el momento actual son la revolución obrera y [anti]colonial y la contrarrevolución imperialista. Los revolucionarios húngaros apelaron a la solidaridad del proletariado internacional, en tanto que el poder oficial –Nagy y Gomułka–, recurrió al apoyo del imperialismo. Este último y la Iglesia tendieron a apoyar a estos gobiernos contra –o frente a– las masas”[28].

La primavera de Praga: “¡Lenin, levántese. Brézhnev está loco!”

Entre los países del Glacis soviético, Checoslovaquia era uno de los más industrializados. Contaba con una clase obrera con larga tradición combativa. En 1948, el Partido Comunista (PCCH) se adueñó del poder e instauró un régimen de partido único, subordinado a Moscú. En la década de 1950, el estalinismo se consolidó por medio de farsas judiciales, purgas, prisiones, torturas, etc.[29]. Un sofocante clima de terror se impuso en la sociedad. El férreo control que ejercía el PCCH iba mucho más allá de la política y la economía. La prensa, la literatura, la pintura, la música, la ciencia…nada escapaba a la censura del régimen.

A inicios de la década de 1960, la economía comenzó a dar señales de crisis. Entre 1961 y 1963, el producto nacional bruto pasó de un crecimiento de 7% a una caída de 0,1%. La recesión fue la base material para una aceleración de la crisis política. En 1967, los primeros cuestionamientos al estalinismo provinieron de escritores y estudiantes. Intelectuales de la Unión de Escritores Checoslovacos, de la Academia de Ciencias y del Instituto de Ciencias Económicas comenzaron un movimiento crítico de la política económica y de la censura impuesta por el partido gobernante. El Literární noviny, semanario comunista de escritores, publicó artículos que, entre otras cosas, sugerían que la literatura debería ser independiente de la doctrina del partido. La censura destituyó a los editores y estableció que el control de la revista cupiera al Ministerio de Cultura. Pero los clamores de libertad de expresión, de prensa, de creación artística y científica, no dejaron de crecer. La censura se hizo intolerable. Los estudiantes protestaron por una mejor educación y más libertades. Las eventuales protestas eran duramente reprimidas, pero la violencia policial solo atizaba el movimiento por libertades democráticas. Luego apareció la reivindicación de una federación justa entre checos y eslovacos. Dos décadas de dominio estalinista hicieron que la subordinación del país a la URSS se hiciera odiosa, insoportable. Nótese que, como en los casos anteriores, el problema nacional surgía con mucha fuerza en la preparación de la revolución política checoslovaca. La exigencia de libre organización sindical y partidaria, por otra parte, cuestionaba directamente el monopolio político del PCCH.

El movimiento democrático impactó en la alta jerarquía del PCCH. Agravó la división entre quienes admitían la necesidad de ciertas reformas, en el sentido de hacer concesiones que pudieran disipar el descontento, y la “línea dura”, partidaria de redoblar la represión sofocando la crisis antes de que se hiciera incontrolable. Así, surgen las primeras fisuras en el partido gobernante. La presión del movimiento hizo que Antonín Novotný, secretario general del PCCH desde 1953, fuera destituido en enero de 1968. El cargo pasó a manos Alexander Dubček, un dirigente del “ala reformista” de la burocracia. En un primer momento, este cambio fue aprobado por Leonid Brézhnev, el líder supremo de la URSS desde 1964.

El sector de Dubček no pretendía ninguna revolución política, pues esto significaría un suicidio. Por medio de ciertas concesiones secundarias, buscaba nuevas formas de interlocución con las masas hartas del totalitarismo ruso. Su intención no era el fin del dominio político del PCCH sino restaurar cierto grado de credibilidad popular en ese partido, reciclar la imagen del gobierno para detener el proceso en curso, no para impulsarlo hasta las últimas consecuencias. En pocas palabras, era un sector dispuesto a entregar los anillos para no perder los dedos. Dubček proclamó esta política como el “socialismo con rostro humano”.

En febrero de 1968 declaró que la misión del partido era “construir una sociedad socialista avanzada sobre bases económicas sólidas … un socialismo que corresponda a las tradiciones democráticas históricas de Checoslovaquia, de acuerdo con la experiencia de otros partidos comunistas…”[30], aunque enfatizando que la nueva política estaba encaminada a “reforzar el papel dirigente del partido de forma más eficaz”. El 30 de marzo, Novotný cedió el cargo de presidente a Ludvík Svoboda, un héroe de guerra y referencia de la llamada ala renovadora, que además era bien visto entre checos y eslovacos. En abril, el PCCH aprobó el eslogan “socialismo con rostro humano”. Así, el gobierno Dubček-Svoboda lanzó un “Programa de Acción” con moderadas reformas democráticas y económicas, pero que, en el contexto de lo que existía, fue recibido con mucha expectativa entre el pueblo.

La censura fue abolida el 4 de marzo. Aparecieron nuevos periódicos. Hubo un florecimiento de distintas expresiones artísticas. Ciertos debates sobre temas espinosos se hicieron públicos. La prensa detallaba los crímenes contra el país bajo el gobierno de Stalin, la opresión nacional, criticaba privilegios del régimen. El Programa de Acción contempló una controlada abertura política: voto secreto de los dirigentes, libertad de prensa, de reunión, de expresión, de desplazamiento, énfasis económico en la producción de bienes de consumo, además de admitir el comercio directo con las potencias occidentales y una transición de diez años hacia un régimen multipartidista. El nuevo gobierno avanzó hacia una federación de dos repúblicas, la República Socialista Checa y la República Socialista Eslovaca. De hecho, esta fue la única medida formal que se mantuvo luego de la invasión soviética.

El Programa de Acción escandalizó al “ala dura” del PCCH, que alertó sobre el peligro de admitir tantas libertades, ya que el movimiento, sintiéndose victorioso, podría sobrepasar los límites de las concesiones. La sociedad, por su parte, presionaba por una aceleración de las reformas. En la televisión se discutían temas políticos antes impensables. Se revisaban las antiguas purgas. Entre otras, la figura de Slánský fue completamente rehabilitada en mayo de 1968. La Unión de Escritores nombró una comisión, liderada por el poeta Jaroslav Seifert, dedicada a investigar la persecución de escritores desde 1948. No tardó mucho para que surgieran publicaciones ajenas al partido, como el diario sindical Prace. Aparecieron nuevos clubes políticos, culturales, artísticos. Los “conservadores”, alarmados, exigieron restablecer la censura. El ala de Dubček insistía en una política moderada. En mayo, anunció que el XIV Congreso del PCCH se reuniría el 9 de setiembre. El cónclave incorporaría el Programa de Acción en los estatutos del partido, redactaría una ley de federalización, y elegiría un nuevo Comité Central.

Primavera de Praga, 1968

Las reformas habían ido más allá de lo que Brézhnev podía tolerar. Moscú pedía explicaciones a Dubček. Ya el 23 de marzo, en una reunión realizada en Dresde, los representantes de la URSS, Hungría, Polonia, Bulgaria y Alemania Oriental criticaron duramente a la delegación checoslovaca. Cualquier alusión a una “democratización”, para los líderes del Pacto de Varsovia, en la práctica ponía en tela de juicio el modelo soviético. Gomułka y János Kádár, líderes de Polonia y Hungría, estaban particularmente preocupados con que la libertad de prensa condujera a un hecho similar a la “contrarrevolución húngara”.

Entre el 29 de julio y el 1 de agosto, hubo una nueva reunión. Brézhnev estuvo presente. En el otro lado de la mesa estuvieron Dubček y Svodoba. Los checoslovacos defendieron las reformas en curso, pero reafirmaron su lealtad a Moscú, su pertenencia al Pacto de Varsovia y a la Comecon[31]. Se comprometieron a frenar las tendencias “antisocialistas”, evitar el resurgimiento del Partido Socialdemócrata checoslovaco y aumentar el control de la prensa. Brézhnev, por su parte, aceptó un acuerdo. Moscú prometió retirar sus tropas de Checoslovaquia, aunque las mantuvo a lo largo de la frontera, y permitir el Congreso del PCCH anunciado para el 9 de setiembre.

Pero el clima seguía agitado. En marzo, los estudiantes publicaron una “Carta abierta a los obreros”, cansados de ser acusados de “restauradores del capitalismo”. Denunciaron que la campaña de calumnias pretendía separarlos de la clase obrera. Enseguida se hicieron los primeros contactos entre estudiantes y obreros en las fábricas, planteando en la práctica la unidad obrero-estudiantil del movimiento democrático.

A finales de junio, aparece el manifiesto “Dos Mil Palabras”, una “proclama a los obreros, a los campesinos, a los empleados, a los artistas, a los científicos, a los técnicos, a todos”[32], redactado por el renombrado periodista y escritor Ludvik Vaculik. Básicamente, pedía a Dubček que acelerase el proceso de reformas que había prometido. El texto fue firmado por más de cien mil personas, entre ellas importantes personalidades de la política y la cultura locales.  Las “Dos Mil Palabras” criticaban severamente el partido y el régimen. Citaremos algunas partes interesantes. En primer lugar, su reseña de la burocratización del partido comunista y el Estado:

“La mayoría de la nación aceptó esperanzada el programa del socialismo. Su dirección, no obstante, cayó en manos de hombres inadecuados […] El partido comunista, que después de la guerra disfrutaba de una gran confianza entre la gente, cambió gradualmente a esta por los despachos, hasta ocuparlos todos, de modo que no le quedó nada más […] La línea errónea de la dirección hizo que el partido mutara, de partido político y comunidad unida por la misma ideología, en una organización de poder muy atractiva para egoístas codiciosos, cobardes petulantes y hombres de conciencia turbia cuyo ingreso influyó en el carácter y el comportamiento del partido […] Muchos comunistas lucharon contra la degeneración, pero no pudieron impedir nada de lo ocurrido”.

Luego, con justeza, el documento rechaza la idea de que las acciones del PCCH fueran una expresión genuina de la clase obrera:

“El aparato decidía quién y qué se debía o no se debía hacer, dirigía las cooperativas en lugar de los cooperadores, las fábricas en lugar de los obreros […] Ninguna organización, en realidad, pertenecía a sus miembros, tampoco la comunista. La culpa principal, el engaño mayor de aquellos gobernantes, fue que presentaron su arbitrio como voluntad de la clase obrera […Pero] nadie razonable, claro, puede creer en esa culpabilidad de los obreros. Todos sabemos, y sobre todo lo saben los obreros, que prácticamente no decidían nada: eran otros los que decidían quién debía ser elegido funcionario obrero. Mientras los obreros creían gobernar, gobernaba en su nombre un estrato muy particular de funcionarios del partido y estatales”.

Planteaba, además, una participación política activa e independiente. Hacía un llamado a la democracia obrera, exigía más autoorganización y control obreros:

“Pidamos […] que los directores y los presidentes nos expliquen qué, y a qué coste, quieren producir, a quién y por cuánto venderlo, cuánto podrán ganar así, qué parte del ingreso se destinará a la modernización de la producción y cuánto será posible repartir […] Los obreros, en cuanto emprendedores, pueden intervenir seleccionando a los hombres más adecuados en las administraciones empresariales y en los consejos de fábrica. En cuanto dependientes, pueden defender mejor sus derechos eligiendo en los organismos sindicales a sus líderes naturales, personas capaces y leales, sin tener en cuenta el carné del partido”.

Las “Dos Mil Palabras”, por supuesto, tenía limitaciones. No proponía derrocar al PCCH sino reformarlo. Para sus autores, había que seguir creyendo en la posibilidad de una regeneración interna del partido y, en consecuencia, del régimen. En ese sentido, terminaba expresando apoyo al gobierno y al ala de Dubček en la disputa fraccional dentro del partido, que se intensificaba con la proximidad del Congreso:

“El Partido comunista checoslovaco prepara el congreso que elegirá el nuevo Comité central. Exigimos que sea mejor que el actual. Si hoy el partido comunista afirma que en el futuro tiene intención de basar su posición dirigente en la confianza de los ciudadanos y no en la violencia, creámoslo, en la medida en que podamos creer a las personas que ya ahora envíe como delegados a los congresos de distrito y regionales”.

El manifiesto, aunque progresivo, era producto evidente de la ausencia de una dirección revolucionaria.

Así y todo, la proclama enfureció a Brézhnev en Moscú. Tachó el documento de “acto contrarrevolucionario”. En Checoslovaquia, Dubček, el Presidium del partido, y el gabinete también denunciaron el manifiesto, mostrando en el acto los límites de sus intenciones “reformadoras”.

En medio de ese clima de inestabilidad, el Kremlin retiró su apoyo a Dubček. La burocracia estalinista había decidido apelar, nuevamente, a la fuerza. En la noche del 20 al 21 de agosto, una fuerza combinada de cuatro países del Pacto de Varsovia –la Unión Soviética, Bulgaria, Polonia y Hungría– invadieron Checoslovaquia[33]. En pocas horas, más de 250.000 soldados y 3.000 tanques ocuparon la capital.

Tanques rusos en Praga, 1968

La resistencia en las calles fue espontánea. Miles salieron a protestar. Algunos intentaban dialogar con los tanquistas rusos. En otros sitios, los lugareños cambiaban las placas de las rutas para despistar a los invasores. Pintaban los tanques soviéticos con la esvástica, aludiendo a la invasión nazi de 1938. En los muros aparecían pintadas como “El Circo Soviético está de nuevo en Praga”, o “¡Lenin, levántese. Brézhnev está loco!”. Pero la ciudad había sido tomada. El Congreso del partido se celebró en la clandestinidad, en una fábrica de las afueras de la capital, custodiado por milicias obreras. Más de 1.100 delegados repudiaron la ocupación soviética.

El 20 de agosto, Dubček, Svoboda y otros miembros del gobierno fueron detenidos y llevados a Moscú. Bajo fuerte presión, capitularon uno tras otro. Firmaron el Protocolo de Moscú, que justificaba la intervención armada, restablecía la censura, denunciaba el XIV Congreso del partido y sus resoluciones, reafirmaba lealtad al Bloque del Este, entre otros puntos. La Primavera de Praga había terminado bajo las orugas de los tanques rusos.

Moscú mantuvo a Dubček en su puesto durante unos meses, aunque ya era un cadáver político. En abril de 1969, Dubček perdió el cargo de secretario general a manos de Gustáv Husák, que gobernaría el país hasta 1989. Había comenzado el período de “normalización”, que revirtió todas las reformas democráticas. Luego de unos meses como embajador en Turquía, Dubček terminó como funcionario de un parque forestal. La “normalización” se impuso con saña. Las cárceles se llenaron. Entre 1969 y 1971, más de 500.000 miembros fueron expulsados del PCCH. El terror estalinista se restableció completamente.

En su momento, el aparato de propaganda del estalinismo acusó a las masas checoslovacas de estar promoviendo la “restauración del capitalismo”. Este fue el principal argumento para justificar la invasión del Pacto de Varsovia y la brutal persecución posterior. Los nostálgicos del estalinismo, más de medio siglo después, repiten el mismo cuento. Pero un análisis riguroso de los hechos no autoriza tal conclusión. El pueblo checoslovaco no luchó por una restauración burguesa. En ningún momento, utilizando una formulación de Trotsky, estuvo planteado “cambiar las bases económicas de la sociedad”. Ni en Checoslovaquia ni en ningún lugar donde comenzó un proceso de revolución política. Las masas, en el contexto de una represión inclemente y a su manera, lucharon para regenerar los partidos comunistas y los Estados obreros; aspiraban a una democracia obrera.

El aplastamiento de la llamada Primavera de Praga fue, como en los casos anteriores, un éxito militar con un costo político enorme. La invasión agudizó la crisis en muchos partidos comunistas. La brutalidad del estalinismo, una vez más manchaba la imagen del socialismo ante el mundo. Las escenas de los tanques soviéticos reprimiendo a civiles desarmados dieron una preciosa munición a la propaganda imperialista. Fue la burocracia estalinista, no las masas checoslovacas, la que facilitó las cosas al movimiento anticomunista. Como planteó Pierre Broué: “Ciertamente la burguesía no puede menos que alegrarse cuando, para millones de hombres, la imagen del comunismo tiene el repulsivo rostro del estalinismo, de la dictadura burocrática, de la fuerza bruta y de la represión policíaca contra la juventud y los trabajadores”[34].

Solidarność, la revolución política polaca de 1980

A mediados de agosto de 1980, una ola de huelgas obreras sacude la República Popular de Polonia. La chispa fue el anuncio de un duro aumento de los precios de los alimentos. Comenzaba una de las revoluciones políticas más impresionantes, quizá la de mayor protagonismo del movimiento obrero organizado. Después del llamado “Deshielo polaco” de 1956, se habían producido importantes combates obreros, todos salvajemente reprimidos: las huelgas de 1970 y 1976, además de un fuerte movimiento de intelectuales y estudiantes en 1968. Este último proceso desencadenó una purga antisemita repugnante, impulsada por el régimen: más de 20.000 judíos sobrevivientes del Holocausto fueron expulsados del país.

La huelga de 1970 se desarrolló entre el 14 y el 19 de diciembre. La represión estatal mató al menos 44 obreros y dejó más de mil heridos. Gomułka fue sustituido por Edward Gierek. Este es un punto de inflexión en la política polaca de posguerra y en la dinámica futura del movimiento obrero. En 1976, la dictadura del PZPR dispuso una subida de 69% en el precio de la carne y de 100% en el del azúcar. El racionamiento de productos básicos se intensificó. Una ola de huelgas sacudió el país. En la ciudad de Radom, furiosos manifestantes asaltaron la sede del PZPR. La solidaridad con los trabajadores por parte de la intelectualidad dio origen al Comité de Defensa de los Obreros (KOR, por sus siglas en polaco), una plataforma de oposición democrática, en cierta medida antecesora del proceso de 1980. La huelga fue duramente reprimida, aunque terminó cancelando el incremento de precios.

Huelga obrera en los astilleros Lenin, de Gdansk, 1980

Con arreglo a la política del imperialismo, el polaco Karol Wojtyła fue elegido Papa en 1978 y, al año siguiente, visitó su país. Durante una misa en Varsovia, Juan Pablo II pronunció su famosa frase “no tengan miedo”, alentando la oposición al régimen del Partido Obrero Unificado Polaco y, por supuesto, postulando a la Iglesia católica –la única institución legal e independiente del régimen, con muchos fieles en Polonia– como alternativa de dirección política.

A inicios de la década de 1980, la economía polaca estaba en crisis completa. Las producciones industrial y agrícola caían en picada. Polonia detentaba la mayor deuda del mundo. En 1979, la deuda externa ascendía a 21.000 millones dólares. En 1982, el país debía 28.500 millones de dólares a quinientos bancos y quince gobiernos occidentales. Moscú había contribuido con Varsovia con más de 10.000 millones de dólares para pagar los intereses, pero era incapaz de mantener ese flujo[35]. El imperialismo drenaba los recursos del bloque soviético. Neal Ascherson, periodista especializado en Europa oriental, describía así el círculo vicioso: “Las importaciones de tecnología avanzada, mediante préstamos en divisas fuertes, deben continuar por la razón esencial de que se las necesita para producir bienes exportables, única forma de conseguir las divisas necesarias para pagar las deudas anteriores”[36]. Desde 1976, la deuda exterior representaba 40% del valor de las exportaciones a Occidente. El régimen se endeudaba, básicamente para importar tecnología occidental –con la expectativa de modernizar su industria y poder exportar productos competitivos–, pero, como la balanza comercial resultaba desfavorable[37], las cuentas nunca cerraban y la salida de la burocracia consistía en pedir más préstamos[38]. Era el típico ciclo de la deuda de cualquier país semicolonial.

La gestión burocrática de la economía, para empeorar las cosas, dificultaba la absorción de la tecnología importada. En 1980 se estimaba que el valor de equipos no instalados superaba los 6.000 millones de dólares. En 1979, la economía registró una caída de 2,3%. El servicio de la deuda comprometía 92% de las exportaciones a países capitalistas. En 1986, la deuda polaca con los países capitalista escaló a 31.300 millones de dólares, monto dos veces y media superior a las exportaciones totales anuales[39]. Ese mismo año, Polonia entró al FMI y al Banco Mundial. Yugoslavia, Rumanía y Hungría habían hecho lo mismo anteriormente.

En la última década, el imperialismo, dominante en la economía mundial, había penetrado sin pausa en la economía de los ex Estados obreros. La política de sumisión al imperialismo, especialmente las exigencias del reembolso de la deuda externa, no permitía orientar parte de la producción para la exportación hacia el mercado interno, una medida que podría haber aliviado en parte el odioso desabastecimiento. El sabotaje de la burocracia a la economía socializada, por otra parte, adquirió una dimensión alarmante. En esos años, en Polonia, cerca de 80% de las tierras cultivables estaban ya en manos privadas. Este es el telón de fondo de las huelgas de 1980.

El 14 de agosto de ese año comienza la huelga en los Astilleros “Lenin” de Gdansk, símbolo de la represión de los estalinistas polacos en diciembre de 1970. Este proceso trastoca la situación de modo irreversible. La huelga de los ferroviarios de Lublin, estratégico nudo ferroviario en la ruta a la URSS, sacó de quicio a Brézhnev. Frente a la fuerza del movimiento huelguista, el entonces ministro de Defensa, Wojciech Jaruzelski[40], no aconsejaba el uso del ejército. A finales de agosto, más de 700.000 trabajadores se declararon en huelga en setecientos centros de trabajo de todo el país. Habían surgido comités de huelga en más de 200 empresas.

El principal dirigente de la huelga del astillero de Gdansk fue el electricista Lech Wałesa. Trabajaba allí desde 1967 y había sido despedido en 1976. Había compuesto el comité de huelga en 1970. Fue arrestado varias veces por defender un sindicalismo libre. La otra dirigente de peso fue Anna Walentynowicz, una popular operadora de grúas cuyo despido había precipitado la huelga. Los obreros exigían la reincorporación de ambos, sin represalias.

El 16 de agosto se forma un Comité de huelga interempresarial (MKS, en sus siglas en polaco) con delegados de otros comités de huelga que llegaron al astillero en Gdansk.

El 17 de agosto, el MKS formuló una lista con veintiuna reivindicaciones. El pliego no se limitaba a demandas económicas sino, fundamentalmente, exigía derechos políticos: la legalización de sindicatos independientes, libertad de expresión, derecho de huelga, etc. Los obreros despedidos deberían ser restituidos. Los estudiantes expulsados de las universidades por sus ideas deberían ser readmitidos. Los huelguistas exigían, además, la liberación de todos los presos políticos, la supresión de los privilegios de la policía y del aparato del Estado. En síntesis, los sindicatos libres deberían tener peso en las decisiones políticas que afectaban su vida cotidiana: “… Intervenir en las decisiones (…) que conciernen a: los principios del reparto de la renta nacional entre consumo y acumulación, la distribución del fondo de consumo social entre los diversos objetivos (sanidad, educación, cultura), los principios de base de las remuneraciones y la orientación de la política de salarios, particularmente en lo que concierne al principio del aumento automático de los salarios según la inflación, el plan económico a largo plazo, la orientación de la política de inversiones y las modificaciones de los precios”[41].

Demostrando irreverencia, las 21 reivindicaciones fueron escritas en una gran tabla de madera que luego se colgó en la puerta del astillero, todo un símbolo de la lucha en escala nacional.

La huelga, rodeada de apoyo popular, forzó que las autoridades convocaran a una negociación. Así, el 31 de agosto de 1980, Lech Wałesa, convertido en el principal dirigente de la huelga, se sentó a la mesa junto con Mieczyslaw Jagielski, viceprimer ministro polaco, para firmar los acuerdos de Gdansk. El hecho fue retransmitido en directo por televisión para toda Polonia.

Revolucion politica
Walesa habla ante los obreros en Polonia

Fue este un mal acuerdo para la burocracia. La concesión más importante fue la autorización para fundar un sindicato independiente del control del partido comunista. También se liberaría a los presos políticos. Las demandas económicas deberían ser atendidas gradualmente. Wałesa, por su parte, aceptó que el nuevo sindicato respetara la Constitución de la República Popular de Polonia y reconociera el liderazgo del partido gobernante. La figura de Wałesa se engrandecía. En pocas semanas, el desconocido electricista se transformó en un actor político nacional que la burocracia no podía ignorar. Para tener una idea de la magnitud de la crisis, en septiembre de 1980 Edward Gierek perdió el liderazgo del partido a manos de Stanisław Kania. El movimiento obrero había puesto a la burocracia contra las cuerdas.

El 17 de setiembre se realizó el congreso fundacional del sindicato Solidaridad. En su período de auge, la organización contó con más de 10 millones de afiliados (aproximadamente 80% del total de la fuerza laboral en Polonia), en un país con 35 millones de habitantes. En los primeros 500 días que siguieron al acuerdo de Gdansk, Solidaridad acogió en su seno a sectores del movimiento estudiantil, de agricultores y de artesanos. No solo fue el primer sindicato independiente en los Estados del Glacis sino, de lejos, el más grande del mundo. Su principal instancia de decisión fue la Convención de delegados que representaban 38 regiones y dos distritos. Se aprobó un programa de reformas políticas y sociales. En el programa estaba escrito: “La Historia nos ha enseñado que no hay pan sin libertad”[42]. Lech Wałęsa fue electo a la Comisión Nacional, el organismo ejecutivo. En noviembre, un tribunal de Varsovia legalizó el movimiento Solidaridad. En setiembre de 1981, el primer congreso de Solidaridad eligió como presidente a Wałęsa.

Solidaridad se convirtió en un movimiento con presencia nacional. A raíz de que 27 miembros del Solidaridad de Bydgoszcz fueran golpeados el 19 de marzo, el movimiento respondió con una huelga de cuatro horas, que involucró a medio millón de personas, y paralizó el país el 27 de marzo[43]. El gobierno debió abrir una investigación sobre las golpizas. Las huelgas estallaron aquí y allí durante meses. La clase obrera estaba en su mejor momento.

La contradicción de este enorme proceso de reorganización obrera fue que su dirección política, comenzando por el propio Wałęsa, un agente de la Iglesia católica, institución que se metió de lleno en la construcción de Solidaridad. El obispo Henryk Jankowski, por ejemplo, se codeaba con Wałęsa, que pronto se convirtió en una celebridad en el mundo capitalista. El 15 de enero de 1981, una delegación del sindicato Solidaridad, encabezada por Wałęsa, se reunió en Roma con el papa Juan Pablo II. El apoyo de los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher a su figura fue explícito. En 1982, la revista Time declaró a Wałęsa el “hombre del año”. Un año después Wałęsa recibió el Nobel de la Paz. El sindicalista polaco dedicó el premio a la Virgen Negra, en la ciudad de Częstochowa, uno de los lugares más importantes de peregrinación católica. El perfil político del Solidaridad combinaba, además de la impronta católica, elementos de nacionalismo polaco y liberalismo occidental. Predicaba, además, el precepto de no violencia a sus miembros.

Pero Solidaridad no era solo un sindicato. Era la dirección indiscutida de la clase obrera, la expresión genuina del ascenso revolucionario que, a pesar de su dirección conciliadora y proimperialista, puso en jaque el régimen estalinista dentro y fuera de Polonia.

Según Moreno, Solidaridad poseía tres características fundamentales: […] formalmente es un sindicato; es la única organización democrática que agrupa a la totalidad de las masas revolucionarias; y a la vez está dirigido indirectamente por un gran aparato contrarrevolucionario, la Iglesia”[44].

Hacia 1981, según el fundador de la LIT-CI, existía un doble poder en Polonia:

“Primero, que el poder dual es institucional y centralizado (lo que representa un gran paso histórico) entre el gobierno del partido único, de la burocracia, y Solidaridad. Existen dos poderes en Polonia: uno en crisis, casi en ruinas, que es el del gobierno; el otro es el de las masas trabajadoras, expresado en Solidaridad. Entre los dos aparece una institución que apuntala el poder vacilante de la burocracia: es la Iglesia, con Walesa en la dirección de Solidaridad”[45].

Frente a esa realidad, el trotskista argentino planteó cuál debía ser el eje de un programa revolucionario:

“La clave de la política trotskista en un proceso revolucionario como el polaco está en mostrarle claramente a la clase obrera, a los campesinos, a los estudiantes, a los trabajadores urbanos que ningún problema tiene solución por fuera de una revolución obrera y popular que derroque a la burocracia gobernante. Ese es el problema decisivo, al cual se supeditan nuestras tácticas. Aunque no levantemos las consignas ‘voltear al gobierno ya’ o ‘hagamos la insurrección ahora’, debemos señalar con absoluta claridad ante el proletariado y las masas que es necesario dar los pasos concretos en su política, dirección, organización y preparación para hacer una insurrección contra el aparato militar de la burocracia. Por consiguiente, el trotskismo debe señalar minuto a minuto, en su propaganda y agitación, que el punto nodal, decisivo del proceso revolucionario es el poder estatal. Y la resolución de este problema pasa por la preparación política y organizativa del movimiento obrero y las masas para enfrentar y derrotar a las fuerzas armadas de la burocracia”[46].

El crecimiento de Solidaridad –que parecía imparable–, sumado a una tremenda crisis económica – agravada por una gigantesca deuda externa con el imperialismo– y a las constantes presiones desde Moscú para restablecer el orden, hicieron que el régimen, aunque anonadado, definiera endurecer la política para suprimir a Solidaridad. Para ello, en octubre de 1981 el primer secretario Kania fue reemplazado por el general Jaruzelski, entonces primer ministro (y ministro de Defensa), un auténtico sabueso de los soviéticos.

El 13 de diciembre de 1981, Jaruzelski decretó la ley marcial, un verdadero golpe reaccionario. Las patrullas militares aparecieron en todas partes. Unos 1.750 tanques y 1.400 vehículos blindados tomaron las calles. Wałęsa y los principales líderes de Solidaridad, reunidos en Gdansk, fueron arrestados. Se estima que más de 10.000 militantes de Solidaridad fueron encarcelados en 52 prisiones, la mitad de ellos en medio de la noche del golpe. Hubo más de cien huelgas y ocupaciones de fábricas y minas, pero todas ellas fueron sofocadas. El 16 de diciembre de 1981, la policía mató a nueve mineros e hirió a otros 22 durante la represión de la huelga en la mina Wujek en Katowice. Solidaridad pasó a la clandestinidad. Al día siguiente, en una protesta realizada en Gdansk, la policía mató a otro obrero e hirió a dos. El 14 de diciembre comenzó la huelga en la mina de carbón de Piast, en la Alta Silesia: cerca de 2.000 mineros resistieron durante 14 días a más de 650 metros bajo tierra. Pero el golpe se consolidó. Se creó un Consejo Militar de Salvación Nacional que controló el país hasta 1983. Durante ese período imperó el estado de sitio. Se prohibieron las reuniones, las huelgas y toda suerte de protesta. La censura recrudeció. Amparado en el clima de terror, el régimen aplicó una serie de terribles ataques en el nivel de vida. El 1 de febrero de 1982, el aumento de los precios alcanzó 257% en media, pero algunos productos subieron hasta 400%[47]. El 8 de octubre de 1982, el sindicato Solidaridad sería formalmente ilegalizado.

El golpe no fue obra exclusiva de Jaruzelski. Luego se comprobó que Moscú presionaba para acabar con Solidaridad bajo amenaza de invadir el país u orquestar un golpe palaciego contra el propio Jaruzelski. De hecho, en la frontera estaban estacionadas 20 divisiones de tanques rusos.

Moreno, escribió:

“La razón de la derrota parcial y el retroceso de la revolución polaca se debe justamente a que la dirección de Solidaridad no preparó, alertó ni organizó políticamente a las masas para el inevitable enfrentamiento armado con el ejército”[48].

Sin embargo, el sindicato se reorganizó y siguió operando desde la clandestinidad, convocando huelgas en minas, astilleros y sector transporte entre 1981 y 1988. Por medio de una estructura ilegal y medios como la radio Solidaridad, los activistas lograban informarse y organizar la resistencia. A inicios de 1983, la organización contaba con más de 70.000 miembros y, entre otras actividades, publicaba más de 500 periódicos clandestinos denominados bibuła. El 14 de noviembre de 1982, Lech Wałęsa fue liberado.

El 22 de julio de 1983, la ley marcial fue levantada. Se liberó y se concedió amnistía a muchos miembros de Solidaridad encarcelados. El régimen había sido derrotado.

En la segunda mitad de la década de 1980, la economía polaca –y de todo el bloque soviético– estaba en estado calamitoso. Las huelgas de 1988 en Polonia mostraron a los burócratas locales que, sin una solución al problema de Solidaridad, la posibilidad de un estallido social era real. Al mismo tiempo, el aparato estatal estaba atravesado por serias disputas entre camarillas. En la URSS estaban en marcha la Perestroika y la Glasnost, en el marco de la decisión del PCUS de restaurar el capitalismo. En ese contexto, el régimen negocia con Solidaridad una transición a la democracia liberal.

En febrero de 1989 comenzaron las negociaciones de la llamada Mesa Redonda. En abril se resolvió, entre otras cosas, devolver la legalidad a Solidaridad –que pronto sumó un millón y medio de miembros–, la creación de la segunda cámara del parlamento y del cargo de presidente de la República de Polonia. También se acordó convocar a elecciones generales libres, en las que se elegirían los 100 escaños del Senado y 35% de los escaños de la Dieta, la cámara baja del parlamento. En esas elecciones, celebradas el 4 de junio de 1989, los candidatos apoyados por Solidaridad consiguieron 99 de los 100 asientos del Senado y todos los escaños en disputa para la cámara baja[49]. El 12 de setiembre de 1989, la nueva Dieta eligió a Tadeusz Mazowiecki como jefe del primer gobierno no comunista de Polonia luego de la Segunda Guerra Mundial. Esto generó un efecto dominó en todo el bloque del Este. Ese mismo año, cae el Muro de Berlín y las primeras Repúblicas soviéticas o de su esfera de influencia declararon su independencia con relación a Moscú. En Polonia, el propio Jaruzelski dirigió las negociaciones de la transición “pacífica” a un régimen de democracia liberal. El PZPR había perdido todo prestigio. A finales de agosto de 1989, por medio del juego parlamentario había surgido un gobierno de coalición liderado por Solidaridad.

El 9 de diciembre de 1990, Wałęsa triunfó en las elecciones presidenciales y se convirtió en presidente de Polonia para los siguientes cinco años. El 17 de setiembre de 1993, el presidente Wałęsa selló el acuerdo que dispuso la retirada de los soldados rusos de Polonia, estacionados allí desde 1945.

El gigantesco movimiento obrero polaco de 1976-1989, aunque heroico, no logró consumar una revolución política, en parte debido a la dura represión del régimen, pero fundamentalmente por la traición de la dirección contrarrevolucionaria, agente del imperialismo y la Iglesia católica, encarnada en la figura de Wałęsa. Dicho de otro modo, las condiciones objetivas estaban más que maduras, lo que faltó fue el sujeto político revolucionario. Según Moreno:

“El factor que impidió ese triunfo y permitió la victoria momentánea de la burocracia [en 1981] fue la crisis de dirección revolucionaria del proletariado, ante la falta de la única organización capaz de superarla: el partido trotskista. Esta cuestión vital también separa a las tres grandes corrientes que se reclaman trotskistas. El SU, principalmente el SWP de Estados Unidos, capituló directamente a la dirección de Wałęsa. La ponderaron en todo momento, jamás denunciaron su carácter conscientemente contrarrevolucionario y se limit[aron] a señalar su inmadurez. Era, para ellos, una dirección revolucionaria inmadura. El lambertismo, llevado de la mano por nosotros, denunció en algunas ocasiones a Wałęsa, principalmente sus vinculaciones con la Iglesia. Pero, con su concepción de que Solidaridad era solo un sindicato y no la organización de las masas revolucionarias, no le dio a esta denuncia la importancia fundamental que tenía. Por estas dos vías, el lambertismo y el SU arribaron a la misma política: plantear en abstracto el problema de la dirección revolucionaria y el poder, el peor crimen que se puede cometer durante una revolución. La denuncia de las direcciones contrarrevolucionarias es solo un aspecto de la política para superar la crisis de dirección; el otro, vital, es la construcción del partido revolucionario con influencia de masas”[50].

Consideraciones finales

Todos los procesos de revolución política en los ex Estados obreros fueron derrotados. Este hecho prolongó la existencia de la burocracia estalinista gobernante y, desgraciadamente, terminó allanando el camino hacia la restauración burguesa. En el caso de la ex URSS, como planteamos, ese proceso comenzó en 1986.

La explicación de la derrota involucra muchos elementos, pero básicamente se debió a una combinación entre la represión brutal del aparato estalinista, la aparición de direcciones –opositoras, pero igualmente contrarrevolucionarias– que hicieron de todo para liquidar los procesos de revolución política (Gomułka, Nagy, Dubček, Wałęsa) y, lo más importante, la ausencia de una dirección revolucionaria. Ese partido revolucionario, suficientemente arraigado en la clase obrera y los pueblos del Este europeo, que planteara el derrocamiento de las burocracias sin tocar las bases económico-sociales de esos Estados, en las condiciones del siglo XX solo podría haber sido un partido trotskista principista. Pero tal cosa no existió en la ex URSS ni en sus Estados satélites, ni en China, Cuba, Vietnam ni cualquier otro lugar donde la burguesía había sido expropiada.

Revolucion politica
Húngaros derriban estatua de Stalin en Budapest, 1956

Siguiendo una esquematización de Nahuel Moreno, la realidad mostró que las revoluciones políticas no avanzaron del primer momento, que él llamo de “revolución de febrero”, caracterizado por “un movimiento obrero y popular por la conquista de la democracia en general, uniendo a todos los sectores disconformes. Va a ser un movimiento obrero y popular por la democracia: todos unidos contra el gobierno bonapartista y totalitario de la burocracia. Surgirán por eso corrientes pequeñoburguesas que tendrán poca claridad sobre si corresponde o no colaborar con el imperialismo en su afán de voltear a la burocracia totalitaria. Lo que caracterizará a esta primera revolución de febrero antiburocrática será que a su frente no tendrá un partido trotskista, pues no habrá tenido tiempo de madurar y de formarse”[51]. La restauración se concretó mucho antes que ese partido trotskista pudiera surgir y madurar.

En este sentido, es interesante leer el balance de Nahuel Moreno sobre las revoluciones políticas en Polonia y Hungría:

“La razón fundamental de que en Polonia y Hungría no se impusiera el poder obrero ha sido la falta de un partido revolucionario. La carencia de una dirección revolucionaria le quitó centralización, homogeneidad y objetivos precisos al movimiento. En esos países estaba planteada la revolución política, la lucha no solo contra la opresión soviética, sino también contra la burocracia nacional [refiriéndose a la expectativa popular en Gomułka y Nagy]”[52].

No menos importante fue la conclusión de que la realidad de esos procesos mostró que los partidos estalinistas no podían ser “reformados” ni poseían un “doble carácter” ni podían ser “empujados” hacia una línea revolucionaria, como planteó el pablismo-mandelismo desde inicios de la década de 1950:

“Ni los partidos comunistas, ni sus organizaciones juveniles –sentencia Moreno– pudieron ser ‘enmendados’ o transformados. Cualquier avance revolucionario debió hacerse a pesar de ellos, con desprendimientos y rupturas buscando otros cauces. Tanto en Hungría como en Polonia [de 1956], el partido revolucionario tendía a surgir como una posibilidad independiente, como un nuevo agrupamiento y no como la continuación tendencial de conjunto de los partidos comunistas”[53].

El pronóstico de Trotsky, aunque por la negativa, fue confirmado por la historia. La burocracia no fue derrocada –aunque no por falta de combatividad obrera y popular– y la restauración capitalista se concretó. La nueva clase burguesa, estrechamente ligada al imperialismo, surgió de las entrañas de la anterior casta burocrática y se consolidó por medio del pillaje del Estado. Sin embargo, algunos años después de la restauración, grandes movilizaciones populares consiguieron derrotar los regímenes estalinistas, totalitarios, de partido único, tanto en el Este europeo como en la ex Unión Soviética. El pueblo soviético y los pueblos del Este europeo conquistaron importantes libertades democráticas en esos países, tomaron revancha contra esas dictaduras siniestras, pero no consiguieron impedir la restauración.

Revolucion política
Manifestaciones del lunes en Leipzig, ex RDA, en 1989. El cartel dice: «De un pueblo trabajador a un pueblo sin trabajo»

Por esto, en nuestros días, en todos esos países volvió a ser necesaria una revolución socialista, porque la clase obrera tendrá que apoderarse del poder político y de los medios de producción, ahora en manos de la burguesía surgida de las entrañas de la burocracia soviética. Los partidos comunistas que aún dirigen países, como China, Vietnam, Corea del Norte y Cuba, en realidad dirigen Estados burgueses, que estimulan y defienden relaciones de explotación totalmente capitalistas. Esos partidos son comunistas solo de nombre, pero son capitalistas de hecho. La revolución socialista también tendrá que ajustar cuentas con ellos.

Notas:

[1] TROTSKY, León. La revolución traicionada ¿Qué es y adónde va la URSS? Madrid: Fundación Federico Engels, 2001, p. 212.

[2] MORENO, Nahuel.  Actualización del Programa de Transición. Tesis XXIII. Disponible en: <https://www.marxists.org/espanol/moreno/actual/apt_3.htm#t23>, consultado el 17/11/2021. Destacado en el original.

[3] TROTSKY, León. La revolución traicionada…, p. 188.

[4] TROTSKY, León. La revolución traicionada…, p. 189. Destacado nuestro.

[5] Ídem.

[6] TROTSKY, León. Programa de Transición. La agonía del capitalismo y las tareas de la IV Internacional. Disponible en: <https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1938/prog-trans.htm>, consultado el 17/11/2021.

[7] El término fue acuñado por Nikita Jrushchov en 1955. El XXII Congreso del PCUS (1961) aprobó el concepto como eje de la política exterior oficial. El diccionario de economía política de Borísov, Zhamin y Makárova lo definía así: “Lo fundamental en la coexistencia pacífica de los Estados con diverso régimen social es la renuncia a la guerra como medio de resolver los litigios internacionales, y su solución por vía pacífica; la igualdad de derechos entre los Estados, la comprensión mutua y la confianza entre unos y otros; el tomar en consideración los intereses de ambas partes, la no injerencia en los asuntos internos, el estricto respeto de la soberanía y la integridad territorial de todos los Estados; el desarrollo de la colaboración económica y cultural basada en la plena igualdad y la ventaja mutua […]”.

[8] Para 1949, entre 80 y 95% de la producción industrial de esos países había sido nacionalizada.

[9] En ese contexto, en octubre de 1947 nace la Kominform, concebida como instrumento de intercambio entre partidos comunistas europeos, y, en 1955, se firma el Pacto de Varsovia, una alianza militar del “bloque soviético” para contraponerse a la OTAN, la coalición militar creada en 1949 por las potencias imperialistas de occidente. La realidad demostró luego que el Pacto de Varsovia estaba estructurado para mantener la disciplina de los países miembros, no para un enfrentamiento con el imperialismo.

[10] Hubo otros Estados obreros burocratizados con origen distinto, es decir, que surgieron de revoluciones: China, Yugoslavia, Albania, Vietnam del Norte y Corea del Norte, aunque igualmente eran dirigidos por burocracias.

[11] MORENO, Nahuel. El marco histórico de la revolución húngara. Disponible en: <https://www.marxists.org/espanol/moreno/1950s/mhrh.htm#_Toc534111153>, consultado el 29/11/2021.

[12] Tesis de Fundación de la LIT-CI. Tesis III. Disponible en: <https://www.academia.edu/14717003/Tesis_de_fundaci%C3%B3n_de_la_LIT_CI?auto=download>, consultado el 30/11/2021.

[13] MORENO, Nahuel. El marco histórico de la revolución húngara

[14] La crisis y división del aparato estalinista se expresó, entre otros hitos, en la ruptura Stalin-Tito en 1948 y en la escisión sino-soviética de finales de la década de 1950. Esas crisis, así como los conflictos de la URSS con las camarillas dirigentes en los Estados del glacis, derivaban de choques entre intereses nacionales, puesto que cada burocracia nacional buscaba maximizar sus privilegios, provenientes del control de “sus” Estados obreros burocratizados.

[15] Sobre este tema, ver: TALPE, Jan. Los Estados obreros del glacis. Discusión sobre el este europeo. São Paulo: Editora Lorca, 2019.

[16] Partido Socialista Unificado de Alemania, SED, en sus siglas en alemán. Nació el 22 de abril de 1946 como resultado de la fusión, promovida por Stalin y Walter Ulbricht, entre el KPD (Partido Comunista de Alemania) y el sector oriental del SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania). Fue el partido gobernante en la RDA hasta 1989.

[17] MANDEL, Ernest. El levantamiento obrero en Alemania Oriental, junio de 1953. Disponible en: <https://vientosur.info/el-levantamiento-obrero-en-alemania-oriental-junio-de-1953/>, consultado el 30/11/2021.

[18] Ídem.

[19] Declaración. Los proletarios de Berlín se levantan. La Vérité. Órgano de defensa de los trabajadores, nº 317, 26 de junio al 9 de julio. Disponible en: <https://vientosur.info/el-levantamiento-obrero-en-alemania-oriental-junio-de-1953/>, consultado el 30/11/2021.

[20] MORENO, Nahuel. El marco histórico de la revolución húngara

[21] MORENO, Nahuel. Escritos sobre revolución política. Disponible en: <http://www.nahuelmoreno.org/escritos/escritos-sobre-revolucion-politica-1958.pdf >, consultado el 04/12/2021.

[22] En el curso de la revolución, el partido fue reorganizado bajo el nombre de Partido Socialista Obrero Húngaro (MSZMP, en sus siglas en húngaro) que mantendría hasta su disolución el 7 de octubre de 1989.

[23] Ver: <https://web.archive.org/web/20060409202246/http://yale.edu/lawweb/avalon/wwii/hungary.htm#art12>, consultado el 30/11/2021.

[24] Las demandas fueron elaboradas por un sector de estudiantes del MEFESZ (Sindicato de Estudiantes de la Universidad Húngara y de la Academia). La reunión ocurrió en la Universidad Tecnológica de la Construcción.

[25] Ver: <https://es.wikipedia.org/wiki/Demandas_de_los_revolucionarios_h%C3%BAngaros_de_1956>, consultado el 30/11/2021.

[26] FRYER, Peter; BROUÉ, Pierre; BALASZ, Nagy. Hungría del 56: revoluciones obreras contra el stalinismo. Buenos Aires: Ediciones del I.P.S., 2006, p. 106.

[27] MORENO, Nahuel. El marco histórico de la revolución húngara…

[28] Ídem.

[29] El más célebre de los juicios-farsa ocurrió en 1952.  Slánský, secretario del PCCH, y el ministro de Asuntos Exteriores, Clementis, fueron condenados a muerte bajo la acusación de “titoísmo”. La única “prueba”, como era habitual, fueron las confesiones forzadas de los imputados.

[30] NAVRATÍL Jaromir. The Prague Spring, 1968. A National Security Archive Document Reader (National Security Archive Cold War Readers). Central European University Press, 2006, pp. 52-54.

[31] COMECON, Consejo de Ayuda Mutua Económica. Fundada en 1949, fue una organización de cooperación económica entre la URSS y sus Estados satélites.

[32] Manifiesto “Dos Mil Palabras”: <https://pasosalaizquierda.com/dos-mil-palabras-dirigidas-a-los-obreros-a-los-campesinos-a-los-empleados-a-los-cientificos-a-los-artistas-a-todos/>, consultado el 30/11/2021.

[33] Rumanía, Yugoslavia y Albania se negaron a participar en la invasión. El mando soviético no apeló a las tropas de la RDA para evitar revivir los recuerdos de la invasión nazi de 1938, aunque ello era inevitable.

[34] Ver: <https://www.laizquierdadiario.com/La-primavera-de-los-pueblos-comienza-en-Praga>, consultado el 30/11/2021.

[35] Ver: <https://elpais.com/diario/1982/03/02/internacional/383871604_850215.html>, consultado el 04/12/2021.

[36] Ídem.

[37] Entre 1971 y 1973, las importaciones crecieron a 19,3% anual, mientras que las exportaciones solo 10,8 %.

[38] Ver: <https://elpais.com/diario/1981/02/17/internacional/351212403_850215.html>, consultado el 04/12/2021.

[39] La deuda externa de Polonia y las para superarla. Revista Comercio Exterior, vol. 37, Nº. 8, México, agosto de 1987, p. 682.

[40] Jaruzelski era ministro de Defensa en 1968, cuando la invasión que aplastó la Primavera de Praga.

[41] Ver: <ttps://elpais.com/diario/1981/02/17/internacional/351212403_850215.html>, consultado el 04/12/2021.

[42] Ver: <http://news.bbc.co.uk/hi/english/static/special_report/1999/09/99/iron_curtain/timelines/poland_80.stm>, consultado el 30/11/2021.

[43] Ver: <http://isj.org.uk/the-rise-of-solidarnosc/>, consultado el 30/11/2021.

[44] MORENO, Nahuel. Escritos sobre revolución política…

[45] MORENO, Nahuel. Sobre la Revolución Política Polaca (1981/1982). Buenos Aires: CEHUS, 2018, p. 2.

[46] Ídem, p. 10.

[47] Ver: <https://elpais.com/diario/1982/03/02/internacional/383871604_850215.html>, consultado el 04/12/2021

[48] MORENO, Nahuel. Sobre la Revolución Política Polaca…, p. 11.

[49] Según los acuerdos de la Mesa Redonda, solo el Partido Comunista y sus aliados podían ocupar los escaños restantes.

[50] MORENO, Nahuel. Sobre la Revolución Política Polaca…, p. 21.

[51] MORENO, Nahuel.  Actualización del Programa de Transición. Tesis XXIII…

[52] MORENO, Nahuel. El marco histórico de la revolución húngara…

[53] Ídem.

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