Lun Jun 17, 2024
17 junio, 2024

Cómo aprender la revolución leyendo una obra maestra

La Historia de la Revolución Rusa, de León Trotsky

Balzac escribió que «en las revoluciones como en las tempestades marinas, los valores sólidos van al fondo, y las oleadas llevan a flote las cosas ligeras». Como muchos refinados artistas, era temeroso de las revoluciones y, por esto, las pintó con desprecio en sus novelas.

Por: Fabiana Stefanoni

Aquella de Balzac es una visión de la revolución opuesta a la que encontramos en la espléndida Historia de la revolución rusa de León Trotsky: la revolución emerge en esta obra con toda su fuerza, como reveladora del sentido profundo de la historia, tan potente para limpiar siglos y siglos de prejuicios, infamias, oportunismos, titubeos. Un movimiento tan profundo que a menudo va “más lejos de cuanto imaginaran los protagonistas” (véase el capítulo «Cinco días»).

No es fuera de lugar iniciar la reseña de una lectura de la principal obra de Trotsky citando a un novelista: la Historia de la revolución rusa no tiene nada que envidiar a las obras literarias. La hábil y genial Pluma [sobrenombre de Trotsky] que la ha escrito ha sabido alternar análisis detallados y puntuales del contexto histórico con maravillosos (a veces divertidos) cuadros de vida que, a menudo más que aquellos mismos análisis, logra plasmar la esencia de aquel año grandioso que fue 1917. Impagables –así sea solo porque quedan impresas en la mente– son las feroces caracterizaciones psicológicas de los dirigentes del menchevismo, del reformismo y del centrismo, que hacen emerger con despiadada crudeza la inconsistencia histórica de su proyecto político.

De la nulidad del menchevismo…

Hagamos, por ejemplo, un salto al Edificio de Tauride al día siguiente de aquella gran «paradoja» que fue la revolución de febrero, aquella «sorprendente equivocación en las relaciones de clase.» Nos encontraremos catapultados en aquello que Trotsky, impiadosamente, define un «vaudeville interpretado en el rincón de una arena antigua», con la escena dividida en dos partes: de un lado los socialistas «conciliadores», sedicentes revolucionarios, suplican a los liberales salvar la revolución; del otro lado, los liberales suplican a la monarquía salvar el liberalismo. Entretengámonos asistiendo al espectáculo –en verdad tristísimo– de los «revolucionarios» conciliadores, mencheviques y socialistas revolucionarios, que se afanan en entregar la revolución en las manos de ministros liberales a ella intensamente hostiles; los que, a su vez, no tienen otro objetivo sino aquel de devolver el poder a los Romanov, más precisamente a un «perfecto imbécil» (el hermano del zar). Nos reiremos por fin con gusto leyendo el comentario de Kerensky después de la renuncia de Michele Romanov, motivada exclusivamente por las escasas garantías de los liberales sobre el hecho de que la cabeza le sería salvada: «¡Su Alteza es un noble corazón! » (véase el capítulo «La paradoja de la revolución de febrero»).

Tal como Engels decía que había aprendido más detalles sobre la historia económica de Francia con las novelas del ya citado Balzac que de muchos economistas, algo parecido podríamos decir nosotros de este retrato de Trotsky. Fotografía a la perfección el crimen histórico representado por todas aquellas organizaciones políticas que, hoy como en aquel tiempo, no comprenden que la revolución no puede prescindir de la conquista del poder: olvidar este principio significa renunciar a la revolución e, inevitablemente, dejar el poder al enemigo de clase.

Es lo que ocurrió en febrero del 1917, pero, al mismo tiempo, es el mismo espectáculo satírico al que asistimos hoy. En el momento en que se abre, en muchos países del mundo, una situación prerrevolucionaria, algunos sedicentes revolucionarios concentran su acción política en la búsqueda de algunos sillones en los parlamentos burgueses. Olvidan (o fingen olvidar) que para ser dignos del adjetivo «revolucionario» es necesario plantearse desde la óptica marxista destruir las instituciones burguesas: de lo contrario, el riesgo es transformarse, como mencheviques y socialistas revolucionarios en 1917, en los que, en los momentos de crisis revolucionaria, tratan de salvar de la revolución a aquellas mismas instituciones, limitándose al triste papel de «ala izquierda del orden burgués».

… a la grandeza del bolchevismo

En febrero, la revolución se resolvió esencialmente en vaudeville por un motivo: en aquel momento, los bolcheviques eran en los soviets una «minoría insignificante». Además, antes del regreso de Lenin, que los orientó en la acción, no definían con claridad las propias tareas, encontrándose con un enorme retraso respecto de los acontecimientos y totalmente desorientados sobre qué hacer. Las cosas cambian en el curso de 1917, pero atención: no esperen encontrar en la Historia de la revolución rusa un cuadro endulzado de lo que ocurrió. La revolución es brutal, y somete a dura prueba también a los revolucionarios con R mayúscula: los que, repetidamente y con frecuencia, no se demuestran a la altura.

En el capítulo «Los bolcheviques y los soviets» (del cual son tomadas las citas que coloco en este párrafo) este aspecto emerge con claridad. Hasta a la víspera del Octubre, los instrumentos de agitación de los bolcheviques fueron «irrelevantes», también porque comúnmente los intelectuales y las personas de la cultura dirigían a espaldas del partido: la inmensa mayoría de los adherentes era analfabeta o casi analfabeta. El aparato del partido era débil y organizaciones locales cuestionaban al centro del partido de dirigir solo Petrogrado («no sin razón», dice Trotsky).

La pregunta surge espontánea: ¿cómo es posible que un partido con tantas limitaciones haya logrado conquistar a las masas? La respuesta está, una vez más, en la potencia de la revolución, que, al contrario de lo que pensaba Balzac, lleva a flote no las «cosas ligeras» sino la seriedad de los auténticos revolucionarios. Cuando las consignas corresponden a las exigencias reales de la clase encuentran en un contexto revolucionario un terreno fértil sobre el cual florecer.

Todo esto, sin embargo, solo se gana al precio de lograr resistir, por una larga fase, a las muchas presiones a que se está sometido constantemente. No casualmente Trotsky cita esta bella frase de Lenin: «No somos charlatanes (…) Aunque debamos seguir en minoría, de hecho lo somos, no hace falta tener miedo de quedar en minoría. Nosotros desarrollamos un trabajo crítico para liberar a las masas del engaño. Nuestra línea se demostrará justa. Todo los oprimidos vendrán a nosotros. No hay otra solución».

Por un largo período, y hasta en 1917, las consignas del bolchevismo fueron tildadas por los adversarios como meras «fantasías»: así fue, por ejemplo, con las Tesis de Abril. En contrapartida, Trotsky nos dice, «el partido de Lenin fue el único partido de la revolución que se inspiró en el realismo político». Y es justo esta la gran fuerza de los bolcheviques: elaboraron el programa y orientaron la acción ante todo sobre la base del «proceso objetivo», sin adaptarse a la conciencia de las masas obreras, no obstante partir siempre de la viva experiencia de estas.

Nada fue más extraño y distante del espíritu del bolchevismo que un arrogante y aristocrático desprecio por la clase que, en cambio, caracterizaba (y todavía hoy caracteriza) a pequeños burgueses intelectuales que se reclaman de palabra con las masas obreras pero que, en realidad, no tienen confianza alguna en ellas y, más bien, en última instancia, les temen, y acaban apoyando a la alta burguesía. Nada fue más extraño al bolchevismo que el «espíritu doctrinario» de ciertos arrogantes intelectuales de la revolución: los argumentos doctrinarios, como dice Trotsky, solo sirven para compensar la conciencia de su propia nulidad. En más ocasiones –de esta obra, así como en Mi vida– Trotsky remarca su personal «disgusto» y el de Lenin respecto a aquellos intelectuales «marxistas» cuyos análisis teóricos son solo una «justificación científica de la pasividad». Por el contrario, los bolcheviques partieron de la experiencia de la clase obrera y se basaron en ella: «esta fue una de las razones de su superioridad.»

Pero basarse en la experiencia de la clase no significa de ningún modo limitarse a ella. Por el contrario, «el bolchevismo se distinguió porque supo subordinar su objetivo –la tutela de los intereses de las masas populares– a las leyes de la revolución». Fueron estas leyes las que gobernaron la acción de los bolcheviques: esto también significó, en algunas fases, nadar contra la corriente y aceptar ser una «insignificante minoría», como en los primeros meses de 1917. Significó (y significa), precisamente, como dijo Lenin, «no tener miedo de estar en minoría».

El análisis de la realidad, concebida por Lenin y los bolcheviques solo en función de la acción, a menudo implicaba situarse en contraste directo con la orientación predominante de las masas; al mismo tiempo, este contraste era una condición sine qua non para posteriormente poder ganarlas para la revolución. Es lo que Trotsky define la incomparable «escuela» de estrategia revolucionaria de Lenin: la «política de largo alcance» de los bolcheviques.

La génesis de la obra

No bastan por cierto estas pequeñas muestras para dar idea de la importancia de esta obra: aconsejamos encarecidamente a los lectores [en el caso, de este site] a leer la obra en su totalidad. Queremos recordar aquí, brevemente, su origen. La idea de escribir una historia de la revolución rusa, como el historiador francés Jean-Jacques Marie recuerda en su biografía de Trotsky [1], toma vida en 1929 por petición de una editorial estadounidense. Trotsky acepta y en diciembre de aquel mismo año se aboca al trabajo sin interrupción. En noviembre de 1930 concluye el primer volumen, que va de febrero a julio de 1917, mientras el segundo, que concierne al período hasta noviembre de 1917, se concluirá en mayo de 1932. Son los años difíciles del destierro en Turquía. Anteriormente, en enero de 1928, había sido deportado a Alma-Ata, en el Turkestán soviético, acusado por el estalinismo de «actividad contrarrevolucionaria». Además de la tragedia política, vivió en aquel período dos tragedias familiares, con la muerte de su hija Nina y la reclusión en un hospital psiquiátrico de su primogénita Zina (quien se suicidaría en 1933). En enero de 1929 es expulsado de la Unión Soviética: permanecerá en Turquía hasta 1933, en la búsqueda afanosa de algún país que le conceda una visa.

A pesar del difícil momento, Trotsky no abandona un minuto, en aquellos años, la actividad política, basada principalmente en una abundante correspondencia con los miembros de la Oposición de Izquierda (ahora llamada por sus miembros «Fracción bolchevique-leninista») que incluso padeciendo una feroz represión ganó en aquel período cuadros importantes y construyó la sección estadounidense dirigida por Cannon. Si se piensa en el momento en que fue escrita, la Historia de la revolución rusa asume un valor aún más grande. Es una obra que sirve para explicar al mundo cómo fue realmente la revolución bolchevique, escrita en el momento en que el estalinismo la traicionaba: también por esto asume un valor excepcional.

Es una obra, como recuerda entre otros Pierre Broué en su biografía de Trotsky[2], basada sobre una sólida documentación: obras, revistas, periódicos, ensayos, material de archivo, trabajos llevados desde la URSS o enviados por su hijo (material en gran parte obtenido en el Instituto de Historia de la Revolución, de Moscú y Leningrado). Obviamente –y el propio Trotsky lo precisa– algunas reconstrucciones están necesariamente basadas en recuerdos o testimonios. Pero la fuerza de la obra probablemente esté justo en esto: ha sido escrita por uno de los principales protagonistas del Octubre, que ha vivido los hechos no como simple espectador sino como artífice. Es una historia viva, profunda, como solo pueden escribirla los que han sabido entender las dinámicas profundas de la historia en aquellos años, condicionándolas con la acción; es decir, los que han puesto en juego su propia vida por la victoria del proletariado.

Despierta un poco de rabia, por lo tanto, leer las críticas de algunos académicos –que el mismo Broué cree tener el deber de citar– que pone pulgas a la obra por las numerosas «lagunas» bibliográficas o por el carácter «tendencioso» («teleológico» incluso, sic!). Podemos imaginar cómo habría respondido Trotsky –qué no gustaba por cierto de los académicos arrogantes– a estas críticas: las habría liquidado con sarcasmo. Creemos recoger plenamente el espíritu de esta monumental Historia si decimos que son otros los lectores que interesaron al autor: los militantes políticos, las trabajadoras y los trabajadores, los obreros y las obreras en lucha, que pueden extraer grandes enseñanzas de este escrito para orientar su acción cotidiana en el enfrentamiento de clase.

Del resto, Trotsky, en el prefacio, casi parece contestar preventivamente a ciertas críticas catedráticas: «El lector serio y animado de espíritu crítico necesita no de una tramposa imparcialidad que le ofrezca beber del cáliz de la conciliación con una buena dosis de veneno reaccionario depositada en el fondo, sino de conciencia científica: aquella conciencia que, sin esconder simpatías y antipatías, abiertamente y sin máscaras, trata de basarse en un estudio honesto de los hechos, en la individuación de la relación real entre ellos, para descubrir cuánto de racional hay en el desarrollo de los hechos. Ésta es la única objetividad histórica posible».

¡No nos resta sino desearles una buena lectura!

[1] J. J. Marie, Trotsky révolutionnaire sans frontières.

[2] P. Broué, La rivoluzione perduta.

Traducción: Natalia Estrada.

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