Jue Mar 28, 2024
28 marzo, 2024

Médici, Don Pedro I, Bolsonaro y el elogio al autoritarismo

Hace exactamente 50 años, el dictador Emilio Garrastazu Médici recibía los restos de Don Pedro I. Sacados del Panteón Nacional Portugués, en Lisboa, a bordo del navío Funchal, para lo que sería uno de los mayores velatorios de la historia de Brasil. 

Por: Reinaldo Fernández

Las reminiscencias de Pedro fueron llevadas a casi todos los Estados –excepto Pernambuco, dada la revuelta que el difunto seguía provocando allí por la represión de la Confederación del Ecuador–, en un cortejo fúnebre de 5 meses, concluido en el Museo de Ipiranga, en São Paulo, donde yace actualmente. Pero solo los huesos habían sido dignos de un flete tan caro y llamativo. Porque este fue su propio deseo, dejado en su testamento en vísperas de su muerte: que el cuerpo quedase en el Brasil, pero el corazón fuese donado a la ciudad de Oporto.

El insepulto fue enviado al Brasil por acuerdo firmado entre las dictaduras. Médici lo pidió y el Estado Novo del primer ministro Marcelo Caetano accedió al pedido. Los dictadores hablaban el mismo lenguaje: repudio al voto popular, autoritarismo, censura de las artes y de la libertad de expresión, persecución, tortura y muerte de opositores, fuertes restricciones a las libertades democráticas y los derechos civiles, además de la apelación constantemente presente en los peores regímenes dictatoriales: la soberbia, el nacionalismo exagerado.

En agosto de 1972, se realizaron las celebraciones del 150 aniversario de la Independencia del Brasil. El macabro funeral que recorrió el país incluyó desfiles de estudiantes y profesores obligados a participar en actos, misas y desfiles militares. Codo a codo con la propaganda de los “hechos” de la dictadura, como la carretera Transamazónica, las centrales hidroeléctricas de Tucuruí, Balbina e Itaipú (las más grandes del Brasil), el puente Rio-Niterói, las centrales nucleares de Angra, el Ferrocarril del Acero, el proyecto de mineral de hierro de Carajás, etc. Otros restos mortales, como los de los torturados y asesinados por criticar el régimen, preferían mantenerlos en sótanos o fosas comunes. Lejos, muy lejos de la vista del público. Hechos como la explosión de la deuda externa, aumento de la desigualdad social, destrucción ambiental y social, así como la corrupción de esas obras públicas faraónicas, también eran mantenidas fuera del debate público.

El compromiso de la Dictadura brasileña era, además de alimentar el nacionalismo en la población, reafirmar la centralidad de las Fuerzas Armadas en tres momentos clave de la Historia: el proceso de Independencia, en 1822; la proclamación de la República, en 1889; y el Golpe Militar de 1964 (cínicamente llamado revolución por los golpistas), que habría evitado un gobierno comunista, cuyo peligro había sido meticulosamente fabricado para justificar la intervención militar. Es decir, inculcar en el pueblo la noción de que, desde los inicios de la formación nacional hasta el momento presente, serían ellos el motor central de la patria y los garantes de la estabilidad.

La ficción a escenificar sería entonces elogiar y prestar honras al hombre que proclamó la independencia vinculando su imagen a la de las Fuerzas Armadas.

¿Independencia?

Tal fantasía ni siquiera tiene mucho sentido, ya que el proceso de separación entre Brasil y Portugal fue bastante diferente del de otras repúblicas americanas: ¡el sujeto que había gobernado autoritariamente el país antes continuaría en el poder después de la independencia! A pesar de no haber sido pacífico, el proceso de ruptura entre Brasil y su metrópolis colonizadora no tiene comparación con las grandes guerras libradas tanto en Estados Unidos como en las antiguas colonias españolas.

Pero la contradicción, inspirada en los recientes acontecimientos de la Independencia norteamericana, estaba planteada a las clases dominantes asentadas en el Brasil: ¿cómo beneficiarse del creciente comercio con Inglaterra, librarse de los excesos y del parásito lisboeta que drenaba buena parte de la riqueza producida en el país, pero sin correr los riesgos de una revolución social que los despojase del poder? La Revolución Haitiana –en la que entre 1791 y 1804 había triunfado una insurrección negra contra los colonizadores– y la larga experiencia de Palmares permanecían vivas en la memoria tanto de los negros esclavizados como de los temerosos señores. Además, hubo otras experiencias más cercanas (las Conspiraciones del siglo XVIII: Minera en 1789; Bahiana en 1798 y la Insurrección Pernambucana de 1817, todas sofocadas) que infundían aún más recelo a las clases dominantes. Ya se mostraba el potencial de lucha e insurrección de nuestro pueblo. Finalmente, la salida encontrada fue negociar la independencia con Portugal.

Los hacendados, dueños de las minas de oro y esclavistas en general que antes dictaban la vida o la muerte de la población, seguirán gobernando el país después del famoso “¡Independencia o Muerte!” gritado a orillas del Ipiranga. Este grito nunca fue más que una mentira: la vida de Pedro, hijo del entonces rey de Portugal, y de sus partidarios no estuvo en riesgo en ningún momento si acaso no se conseguía la independencia. Finalmente, apenas tres años después, ambos gobiernos firmarían un Tratado de Amistad en el que el Brasil se comprometía a pagar una indemnización de dos millones de libras esterlinas a Portugal, a cambio del reconocimiento oficial de la independencia. ¡Gran Independencia esta!

Posteriormente, el grito sería magnificado desproporcionadamente como propaganda a través del famoso cuadro de Pedro Américo, pieza central del Museo de Ipiranga. Esa es la imagen que suele venir a la mente cuando pensamos en la Independencia. Sin embargo, el cuadro fue pintado más de sesenta años después por orden de la monarquía, como una deliberada propaganda de sí misma, pues ya estaba bastante debilitada y, pocos meses después de terminado el cuadro, sería abolida del Brasil. La pintura formó parte del proceso de proclamación de la República, de la construcción del nacionalismo en el Brasil, de una identidad nacional, junto con la creación de la bandera, el himno nacional, la concepción del mito de Tiradentes, etc.

Si alguien sigue buscando las raíces nacionales de las tan comunes prácticas de colusión, amiguismo, clientelismo, estafa y tramoyas en las altas esferas del poder, de la crisis que se resuelve con la corrupción generalizada (la famosa pizza), está ahí uno de los episodios más antiguos y significativos. Los señores de los ingenios azucareros y los terratenientes esclavistas no verían amenazadas sus propiedades ni su poder, por lo que no se molestaron en trabajar con un mandatario de Rio de Janeiro y ya no con uno vinculado directamente a Lisboa. La “independencia” no fue más que un espejismo para los millares de personas que vieron amanecer el 8 de septiembre como un día más a ser soportado en el horror de la esclavitud.

Pedro y la ciudad de Oporto

No es nuevo que tratar de entender a Brasil no es para aficionados, veamos: Pedro sufría una enorme presión de las Cortes Portuguesas para volver a Portugal, ya que por allá se consolidaba una Revolución Liberal iniciada en la ciudad de Oporto en 1820. El principal intento de los revolucionarios era la instauración de una Monarquía Constitucional, o sea, reducir y controlar el poder real que era, hasta entonces, absoluto. Además de la exigencia de que la familia real volviese al Brasil, ya que habían huido para establecer la nueva capital del Reino en Rio de Janeiro cuando Portugal fue invadida por las tropas de Napoleón en 1808. Sí, la gran hazaña de la vida de Don João VI –padre de Pedro I– fue a huir y abandonar su reino. Y es en esta ocasión que Don Pedro I parte para el Brasil, a la edad de 9 años, donde viviría su infancia y su juventud. La ausencia de la monarquía provocó un aumento de la ya importante presencia británica en Portugal. Fue solo gracias a ellos que las tropas de Napoleón fueron derrotadas y se especulaba, en la época, si Portugal no se había convertido en un mero protectorado del Imperio Británico que controlaba el Ejército y la Armada portugueses.

Haciendo caso omiso de las órdenes de las Cortes que exigían su regreso a Portugal, Don Pedro I proclamó la independencia el 7 de septiembre de 1822. Era príncipe el día anterior. Ahora será emperador. Pero ahora consentirá en la elaboración de una Constitución que modere sus poderes, ya que fue partidario de los valores propuestos por los liberales de Oporto. Pero por poco tiempo: se instaura la Asamblea Constituyente, solo para ser disuelta unos meses después por él y tener varios de sus miembros encarcelados o exiliados, como José Bonifacio, conocido como el patriarca de la independencia. Al final, Don Pedro impuso su propio proyecto apoyado por los mismos esclavistas señores de tierras que no vieron amenazadas sus posesiones ni por un segundo. ¡Qué independencia esta! ¡Qué gran liberal ese!

Al año siguiente, el 25 de marzo, se promulgó la Constitución de 1824, marcada por el fortalecimiento del poder personal del emperador, con la creación del Poder Moderador, que estaba por encima de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Aún más significativa fue la situación de la esclavitud, motor de la economía brasileña: el dictador Don Pedro I simplemente archivó un proyecto de José Bonifacio que pretendía abolir la esclavitud en algunos pocos años, esa vergüenza de la historia portuguesa y brasileña que duraría aún durante casi un siglo más, hasta 1888. La legislación creada por Don Pedro I era clara: mantener el régimen esclavista, las penas y los castigos públicos y negarles cualesquiera derechos políticos.

Resulta que la contradicción no era solo del individuo Don Pedro I. La propia Revolución Liberal de Oporto se destacó por esa marca. Mientras defendían ideas liberales para Portugal, como pedir a las Cortes que redactaran una Constitución que acabara con el absolutismo de una vez por todas e instituyera más derechos políticos para los portugueses, para el Brasil y el resto del Imperio portugués abogaban por la restauración colonial. La lógica era luchar por el liberalismo en casa y por la colonización en ultramar.

El proceso revolucionario es victorioso y, en 1822, Portugal tiene su primera constitución. Sin embargo, el carácter progresivo del documento que abolió los privilegios feudales, estableció la independencia entre los tres poderes y garantizó innovadores derechos civiles a la población, generó una feroz reacción conservadora. Entre 1822 y 1838, Portugal tuvo tres Constituciones y una guerra civil. Y este conflicto interno, la disputa por el trono, fue lo que llevó a Don Pedro I a abdicar del trono brasileño y marcharse a Portugal en 1831.

El corazón

Don Pedro IV (como se le conoce en Portugal, donde fue el vigésimo octavo rey) había heredado el trono portugués cuando su padre, el fugitivo, murió en 1826. Pero quien reinaba entonces era su hija Doña Maria da Glória. Sin embargo, en 1828, el hermano de Don Pedro, Don Miguel, da un golpe y reclama el poder real para sí, ya que Don Pedro todavía estaba en el Brasil. Don Miguel era un absolutista y acérrimo reaccionario como la madre de los dos, Carlota Joaquina, retratada en la película del mismo nombre de Carla Camurati, de 1995.

Las tropas se reunieron en torno a Don Pedro IV y se organizaron en la isla Terceira, en el archipiélago de las Azores. En julio de 1832 desembarcaron al norte de la ciudad de Oporto y ocuparon en un día la ciudad de la que se habían retirado las tropas reales de Don Miguel. Instalados en la ciudad, los liberales se vieron rodeados por numerosas tropas miguelistas y durante trece meses soportaron el llamado Cerco de Oporto. Época de constantes ataques de artillería, hambre, privaciones y enfermedades. Ayudados por tropas británicas, francesas e incluso españolas, los liberales obtuvieron la victoria. Desde esta época la ciudad lleva hasta hoy el epíteto de Invicta –algo exagerado ya que los franceses habían conquistado y ocupado la ciudad pocas décadas antes–, y Don Pedro recibiría el apodo de Libertador y Rey Soldado.

En setiembre de 1834, D. Pedro muere de tuberculosis, pero poco antes había pedido que su corazón fuera donado a la ciudad de Oporto, como agradecimiento por su valentía en la lucha contra las tropas reaccionarias y que el cuerpo fuese enviado al Brasil. Aunque el ex emperador no especificó la Iglesia de Lapa como guardiana, se decidió mantener allí su corazón a petición de su hija, la reina de Portugal Doña María, ya que era en esa iglesia donde su padre asistía a las misas durante el Cerco.

Las dictaduras de la década de 1970 cumplieron el primer deseo, y, en 2022, la Cámara de Oporto, atendiendo el pedido del gobierno de Bolsonaro, que utiliza este órgano putrefacto para su campaña electoral, incumple el segundo.

Ahí encontramos entonces por qué Medici pidió que le devolvieran los huesos, y ahora Bolsonaro celebra el viaje del corazón; al menos en este sentido es real la línea de continuidad entre Don Pedro, Médici y todos los sinvergüenzas que protagonizaron la Dictadura Militar en el Brasil: Don Pedro I se parecía mucho a ellos: personalista y autoritario. Aunque aparentemente inspirado en la Ilustración y los ideales humanistas de la Revolución Francesa, fue un dictador muy autoritario y un gobernante que se opuso a la emancipación de millones de personas reducidas a la condición más inhumana que el ser humano jamás haya inventado, la esclavitud.

El corazón de Don Pedro I se conserva en un mausoleo en la Iglesia de Lapa desde hace más de 180 años. Se necesitan cinco llaves para acceder al órgano del primer dictador de la patria, Brasil. Después de una rigurosa pericia, el acuerdo entre la ciudad de Oporto y el Itamaraty [Ministerio de Relaciones Exteriores] estableció los protocolos de seguridad y cuidados con el órgano putrefacto, y determinó que no habrá nada parecido con el morboso peregrinaje visto hace 50 años. Los costos y la responsabilidad por el transporte son responsabilidad de la Fuerza Aérea Brasileña. Esta fuerza está habituada a transportar artículos menos delicados, como la cocaína.

A pesar de haber sido aprobado por unanimidad por la Cámara Municipal de Oporto, el viaje del órgano vital del ex emperador está lejos de ser unánime en Portugal: el cineasta portugués Miguel Gonçalves Mendes llegó a afirmar: “Tengo miedo de que pierdan el corazón”. “Entiendo el simbolismo, fue Don Pedro quien proclamó la independencia del Brasil. Pero es un gobierno que deja incendiar el Museo Nacional, la Cinemateca, que no cuida sus bienes más preciados, deja que todo detone”, dijo incluso.

Laís Bodanzky, que dirige la película “A Viagem de Pedro”, que narra su regreso a Portugal, cuenta que estuvo en Oporto en mayo y dice que le impresionó lo que escuchó de un empleado de la institución religiosa que custodia el órgano: “Él dijo que le parecía muy extraño, porque el corazón está embebido en un líquido especial. Me describió que era como un trozo de pan muy mojado, que poco a poco se va deshaciendo. Necesita quedar aislado de la luz y de cualquier movimiento brusco, que podría incluso deshacerlo”, recuérdese.

Bolsonaro, el necrófago

Bolsonaro, sus hijos y parte de sus seguidores hacen culto de la muerte, las armas, la violencia en general y la tortura en particular. Como diputados, sus hijos repetidamente rindieron homenaje a los policías que fueron asesinados en servicio y a los que continuaron trabajando en las calles de Rio. Más que eso: les dieron cargos, se hicieron amigos íntimos, repartiendo prebendas con recursos públicos, para ellos y sus parientes. Más notorios son los casos del capitán miliciano Adriano da Nóbrega y de Fabrício Queiros, el de las “rachadinhas” [desvío en su beneficio de los salarios del asesor, ndt.]. Durante la pandemia de Covid-19, las ocasiones en que se solidarizaron o mostraron empatía con las familias de los millares de muertos fueron raras y muy tímidas. No menos importante es la postura de Bolsonaro durante las recientes masacres cometidas por la policía en Rio de Janeiro: incapaz de mostrar humanidad o incluso empatía, llega hasta glorificar al policía que arresta, juzga, condena y ejecuta en pocos segundos.

Mientras Médici y los generales torturadores del DOPS y DOI-CODI de 1972 instrumentalizaron el velorio ambulante de Don Pedro I para ocultar otras muertes y las torturas, ahora, en 2022, el retorno del corazón es el esfuerzo por desviar la atención de otra mortandad asustadora: la provocada por la gestión negacionista y criminal de la pandemia de Covid-19, por la destrucción ambiental en la Amazonía y, cada vez más, por el hambre. Además de la esperanza de que alguna parte de la población sea sensibilizada por el histórico rescate de manera tan macabra y que esto le traiga votos.

El actual presidente brasileño se ve a sí mismo como mucho más que un mandatario democráticamente elegido. De hecho, su nivel de deshonestidad es realmente increíble: cinco de sus siete elecciones al Congreso se han realizado con voto electrónico. En 2014, fue el diputado más votado en Rio de Janeiro y son precisamente estas, las urnas electrónicas, el blanco de sus reiterados ataques y cuestionamientos infundados. Pero el excapitán ve en el espejo algo muy superior a todo eso. Pero no como comandante militar, ya que es quien comanda y subordina a los generales. ¿Quién, entonces? Un príncipe, monarca, emperador o algo así, sin duda. En su delirio mitad napoleónico, mitad mesiánico, lucha en nombre de una fracción específica y muy restringida del pueblo: evangélicos, blancos, defensores del “orden”, nostálgicos de los años de dictadura militar, y que vive bajo la constante y fantasiosa amenaza del comunismo y de gente sin patria o religión.

Ahora, el corazón de un monarca “brasileño” para llamar de suyo era todo lo que Bolsonaro podía desear a esta altura de la campaña electoral. Según el jefe de ceremonial del Palacio Itamaraty, Allan Coelho de Sellos, “El corazón será tratado como si Don Pedro I estuviera vivo. Por lo tanto, será objeto de todas las medidas que habitualmente se le atribuyen a una visita oficial, una visita de Estado”. Una más para la ya extensa, asfixiante y aparentemente inagotable lista de actitudes lunáticas de Bolsonaro: el presidente hablará en la rampa de acceso al Palacio del Planalto para un trozo de carne inerte embebida en formol. Pero todo es parte de una lógica de alguna forma coherente, ya que recientemente le preguntaron al presidente cuál es el principal logro de su gobierno, y en un país hambriento, sin empleo, en evidente crisis social y ambiental, él se mostró muy satisfecho al decir que era la “vuelta del patriotismo en el corazón del Brasil: cada vez más, los colores verde y amarillo son vistos por los cuatro rincones de nuestro país”.

Bolsonaro es el sujeto cuyo libro de cabecera es obra de un torturador confeso y condenado por tan odiosos crímenes. Incluso, el presidente aprovechó el momento de mayor exposición de sus insignificantes 27 años en el Congreso Nacional, la votación del juicio político a Dilma Rousseff en 2016, para rendir un criminal homenaje a Brilhante Ustra: el que había encabezado el principal órgano de represión de la dictadura en São Paulo entre 1970 y 1974, y fue condenado por secuestro y tortura.

El uso político electoral del corazón es obvio, abierto de par en par, y solo pone en evidencia la falta de imaginación y horizontes del actual gobierno. Conmemorar el bicentenario de la Independencia no es motivo para poner en riesgo el corazón, casi 200 años después de ser guardado tan escrupulosa y rígidamente. Pero las actitudes sensatas, razonables o reflexivas nunca fueron el punto fuerte de Jair. No es que mantener un corazón en formaldehído, encerrado en un armario, sí lo sea.

Después de todo, el órgano muerto hace casi doscientos años es feo. No trae nada edificante o inspirador a la mente. No es agradable verlo, y ni siquiera es digno de un paseo patriótico un domingo por la tarde ni de una solemne continencia de los más exaltados. Es solo repugnante, obsoleto, carcomido y podrido, como todo en Bolsonaro, además.

Artículo publicado en www.pstu.org.br, 22/8/2022.-

Traducción: Natalia Estrada.

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