Vie Mar 29, 2024
29 marzo, 2024

La amenaza bonapartista de Jair Bolsonaro

La diferencia entre “bonapartismo” y “fascismo”. El combate a la candidatura de Jair Bolsonaro se plantea como una tarea prioritaria para la clase trabajadora en el actual momento, en función del escenario de autoritarismo que esta proyecta, en el sentido de posibles cambios cualitativos (y no meramente cuantitativos) en la actividad represiva del Estado. Más que un endurecimiento del régimen, se plantea la hipótesis de un nuevo régimen. No obstante, es necesario que haya precisión en este análisis, cosa que le falta a la mayor parte de la izquierda, que no solo vulgariza el término fascismo como muchas veces hostiliza caracterizaciones distintas en lo que respecta al candidato del PSL.

Por: Pablo Biondi

Se necesita, pues, ir más allá de la vulgarización, más allá de la superficie, porque como decía Marx en El Capital, “toda ciencia sería superflua si la forma de manifestación y la esencia de las cosas coincidiesen inmediatamente”.

¿Bolsonaro es fascista?

El fascismo es el partido de la contrarrevolución por excelencia. Este presupone un movimiento conducido por una organización centralizada, disciplinada y rigurosa con su programa ultra reaccionario. Se trata de un tipo de movimiento que se encaja en las calles, que se propone combatir las organizaciones de los trabajadores, y que se impone por el terror sobre los oprimidos. Cuando asume el poder, realiza aquello que Trotsky describía en la obra Revolución y Contrarrevolución como una “fascistización del Estado”, o sea, la toma directa e indirecta de todos los órganos e instituciones de dominación, como el aparato administrativo y el ejército, las municipalidades, las universidades, las escuelas, la prensa, etc.

Para promover esta “fascistización”, el fascismo emplea un modelo de Estado máximo, un supremo intervencionismo económico, un capitalismo monopolista de Estado que beneficia el capital financiero centralmente, tirando algunas migajas, en contrapartida, para los pequeños propietarios.

Al mismo tiempo, suprime o neutraliza los organismos del proletariado en nombre de la unidad absoluta de la nación. Para definirse como tal, el fascismo debe presentarse como un nacionalismo elevado a la última potencia, invocando un contenido místico sobre la unidad de la nación y proponiendo, como aires de idolatría pagana, la consagración de esa unidad en la figura del poder estatal y de una sustancia mística de unificación popular (la pureza de la sangre aria, la ascendencia romana, etc.).

Todo fascismo surge como reacción a un ascenso revolucionario, como una tentativa desesperada de las clases dominantes de destruir el movimiento de masas, reducirlo a una sustancia amorfa, desprovista de organicidad. Esa tentativa, por lo tanto, es producto de situaciones revolucionarias frustradas, que no llevaron a cabo la toma del poder por el proletariado, tal como se verificó en el caso de la revolución alemana.

Una auténtico movimiento fascista significa, para Trotsky, la utilización de masas pequeñoburguesas enfurecidas, de bandos de desclasados y de lumpenproletarios desmoralizados, por parte de la burguesía, como punta de lanza de una contraofensiva brutal, una respuesta definitiva a un proceso revolucionario. No obstante, en la medida en que la organización fascista posee cierta autonomía, y en la medida en que sirve de puente entre el gran capital y la pequeña burguesía decadente, esta trae un programa de tipo “mixto”, presentando una composición entre las líneas maestras de la política del capital financiero y algunas reivindicaciones vitales para los pequeños propietarios.

Por todo eso, enseguida se percibe que el “fenómeno Bolsonaro” es de naturaleza distinta del fascismo. El capitán reformado, lejos de expresar un movimiento sólido y orgánico con consistencia programática, ya transitó por ocho partidos en su carrera política, actuando como un parlamentario convencional. Si Bolsonaro fuese fascista, no negociaría su participación electoral en las listas en términos convencionales: su actuación sería en el sentido de formar una nueva agremiación partidaria que primase por la defensa de un programa propiamente fascista y por la creación de un brazo paramilitar de represión (elemento indispensable al fascismo en cuanto partido organizado de la contrarrevolución, a ejemplo de los frei korps alemanes y de los camisas negras italianos).

Al contrario de lo que se ve en el referencial fascista, Bolsonaro no tienen ninguna consistencia programática, y está pronto para cambiar de cartilla política conforme las necesidades del juego electoral. No en vano, el representante del cuartel realizó un giro de 180 grados en los últimos años para tornarse una candidatura competitiva y atrayente para el mercado. De ahí su migración de un nacionalismo militar capitalista, al estilo de la dictadura de 1964-1988, hacia un ultraliberalismo privatizador, al estilo de la Escuela de Chicago, sin ningún tipo de autocrítica, y por criterios puramente electorales. El contraste es tan grande que el Bolsonaro del pasado llegó a defender el fusilamiento de Fernando Henrique Cardoso por cuenta de las privatizaciones de los años de 1990, siendo que, actualmente, su proyecto es extremadamente privatista en lo que hace a la economía –¡un proyecto que, para la versión joven del capitán, justificaría el fusilamiento de Paulo Guedes y de su propia versión madura!–. Y de modo todavía más curioso, el candidato recientemente propuso la creación de un décimo tercer pago [aguinaldo] del beneficio “Bolsa Familia”, la gran vedete de los gobiernos petistas, yendo a contramano del conservadurismo tradicional.

Eso demuestra que el tal “mito” es tan oportunista en la cuestión programática como todos los políticos tradicionales, ya que se dispone a incorporar la línea del adversario para sustraerle votos. ¿Es posible imaginar a Hitler y Mussolini actuando de esta manera? Ciertamente, no. De hecho, el populismo de extrema derecha bolsonarista es bastante reaccionario y tiene un sesgo bonapartista, pero no deja de ser populista en la acepción clásica del término (y que encuentra raíces remotas en la fase republicana anterior a la dictadura militar).

Es preciso alertar, por lo tanto, que “extrema derecha” y fascismo no son sinónimos, tampoco adjetivos que se puedan usar para insultar a alguien a voluntad. Extrema derecha es género, fascismo es especie, una entre otras tantas, pero muy peculiar. Un estúpido que hace comentarios repulsivos en la internet puede hasta ser simpático a una parte del repertorio fascista, pero lo que lo define como tal es su inserción en un movimiento real de este tipo. De la misma manera, un charlatán cualquiera puede hacer juramentos de amor al socialismo, pero su discurso es vano si no se materializa en coherencia programática, estratégica y organizativa. En el caso de Bolsonaro, lo que existe es un populismo de extrema derecha que, sobre ciertas condiciones objetivas (de las cuales hablaremos más adelante), puede dar origen a un régimen bonapartista.

No se pretende, con esta discusión, hacer solo una crítica meramente terminológica –y pedante– a la lectura dominante en la izquierda. Lo que se plantea para el momento, justamente por su gravedad, es la necesidad de una lectura sobria respecto de Bolsonaro, que impida tanto subestimar como sobreestimar lo que él representa, y que también nos proporcione mejores condiciones de entendimiento sobre la dinámica del proceso en curso. Para eso, es indispensable examinar con rigor lo que el candidato trae en su programa y en su discurso, identificando los intereses de clase que se asocian a ellos.

El programa y el discurso de Bolsonaro

No es casual que ciertos sectores burgueses apostaran más en la candidatura Bolsonaro que en otras. Vale decir que una parte del bloque burgués pro Bolsonaro se sumó a última hora, con alguna reluctancia, venciendo su propia incredulidad en cuanto al escenario político del país. Pero algunos empresarios se aproximaron a esa candidatura ya en su inicio, comenzando por la camada más rentista e inmediatista del mercado financiero, representada por el propio Paulo Guedes.

FOTO IGO ESTRELA / ESTADAO

Jair Bolsonaro propone una farra para el capital financiero, tanto nacional, beneficiando las inversiones de corto plazo, como extranjero, abriendo aún más la economía del país al imperialismo. No es la finanza tradicional, preocupada con la dominación burguesa en el largo plazo y con su propio espacio en un futuro próximo. No es el Itaú, el cual, percibiendo la profundidad de la crisis política, decidió crear un partido “Novo” para dar inicio a un proceso de recomposición institucional. La parte del capital financiero que se sintió más atraída por Bolsonaro es la de los inversores con los activos más volátiles, de los jugadores del “capitalismo-casino”. No les importa la inestabilidad representada por el presidenciable: solo cuenta el lucro rápido, inmediato, el lucro de quien puede saltar de un país en crisis a otro con su dinero, con extrema agilidad, siendo que eso se da a partir de inversiones individuales también, pero principalmente a partir de fondos concentrados y con sede en las naciones imperialistas.

El programa de privatizaciones de Bolsonaro viene justamente para ampliar la participación del capital privado en la extracción de la riqueza y para liberar activos a ser entregados en el corto plazo para los agentes de las finanzas. De acuerdo con el plan de Paulo Guedes, los ingresos oriundos de las privatizaciones serían utilizados para cubrir el déficit público. Pero esa media, suponiendo que genere recaudación suficiente, podría eliminar el déficit solo por un año. Antes incluso del término de un eventual gobierno Bolsonaro, el endeudamiento ya estaría recompuesto, y esta vez con menos medios de obtención de recursos. Luego, el centro de ese programa no es la inestabilidad de las cuentas públicas, y sí una transferencia monumental de fondos nacionales para el capital privado. He ahí un típico modelo neoliberal de “Estado mínimo” en el dominio económico, y que es muy diferente del estatismo capitalista del fascismo.

Bolsonaro también se apoya en las bancas del “Buey” [campo] , de la “Bala” y de la “Biblia”, o sea, en los hacendados, en la industria armamentista, y en algunos mercaderes de la fe. La defensa del porte individual de armas como solución para el problema de la seguridad se alinea directamente, aunque a título de pretexto, con las necesidades prácticas de los latifundistas, que ya utilizan bandos paramilitares clandestinos contra los trabajadores rurales y que precisan de aún más margen de maniobra represiva para mantener el padrón de explotación en el campo. Y como es evidente, los proveedores solo tienen para ganar con esto, convirtiendo al postulante a la presidencia y a sus hijos, todos de la misma calaña, en un equipo de jóvenes-propaganda de sus productos.

Muchos ven en este hecho un elemento fascista, lo que es muy falso. La cultura del armamento individual, de la defensa de la vida y de la propiedad hecha por el propio individuo con un arma en puño, es una cultura esencialmente liberal, y que sintomáticamente brilla con desenvoltura en los Estados Unidos.

Puede parecer chocante que ciertas personas, en plena “democracia”, digan abiertamente que les gustaría tener un arma de fuego para no solo repeler una amenaza sino para matar al agresor, aun cuando este represente una amenaza más a la propiedad personal que a la vida. Esa concepción que muchos toman como aberrante y monstruosa, digna del mote del fascismo, es originaria de la Inglaterra del siglo XVII, del liberalismo de John Locke. Según ese fundamental representante de la concepción burguesa de mundo, un asaltante entra en “estado de guerra” con su víctima, negando no solo la propiedad que ella tiene sobre sus bienes sino también la propiedad sobre sí misma, sobre su propia vida, lo que la autoriza moralmente a replicar de forma letal, aun cuando el ladrón no haya atentado contra su integridad física. ¿Sería Locke un fascista avant la lettre? De ningún modo. Lo que hay ahí es la apología de la violencia privada de los individuos propietarios, una violencia salida de las profundidades más ocultas de la tradición liberal, tan romantizada en los días de hoy.

Finalmente, Bolsonaro también se ampara en ciertas ramificaciones religiosas, particularmente en algunas iglesias evangélicas que funcionan más como empresas que como instituciones religiosas, generando sus propios jefes capitalistas. El caso más emblemático es el apoyo de Edir Macedo, líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios y propietario del Grupo Record. Esa alianza nada sagrada, que también se da en lo que hace a otras iglesias, provee toda una capilaridad social al bolsonarismo, y también beneficia la orientación adoptada por esas instituciones religiosas. En un país en crisis, sin perspectivas, sin esperanza, la religiosidad evangélica renace, en las palabras de Marx, como “el suspiro de la criatura oprimida, el ánimo de un mundo sin corazón”. El fracaso de la política oficial abre camino para un contenido religioso portado, muy convenientemente, por un salvador de la patria, un mesías dispuesto a reafirmar ciertos valores familiares en medio del desorden de un mundo que no se consigue comprender.

Esta ligazón entre iglesia y política ya aparece en el fascismo, sea de forma más diplomática, como en Italia, sea de forma más orgánica e ideológica, como en la España franquista. Pero ese contacto entre el mundo político y el mundo religioso puede darse en todos los espectros políticos, incluso en la izquierda. La apropiación de un discurso pretendidamente religioso, en el sentido de la afirmación de la familia tradicional, no es suficiente para que se pueda hablar de fascismo. La apelación a ese contenido consiste, en la táctica bolsonarista, en hacer movilizar las convicciones más íntimas y arraigadas de las personas comunes por medio de noticias falsas que crean la imagen de un enemigo inexistente, de un monstruo social dispuesto a faltar el respeto o incluso aniquilar las creencias religiosas. Pero la búsqueda por ese manantial de electores es práctica común en la democracia burguesa, y el propio PT siempre intenta, sin éxito, crear un lazo con esa camada de la población en los períodos electorales.

Además, los valores de la familia burguesa tampoco pueden ser tenidos como fascistas, aun cuando el fascismo los potencialice en algún momento. La familia como la conocemos remonta al padrón victoriano de la Inglaterra liberal, aunque con algunas adaptaciones derivadas de la proletarización directa de todo un contingente femenino. El machismo y la homofobia en su expresión capitalista, y que resultan de esa fórmula familiar victoriana, incluso produciendo agresiones y muertes, son también oriundos de elementos liberales de la sociedad burguesa.

De todos modos, se ha de reconocer que sí, en relación con los oprimidos, el discurso de Bolsonaro asume una dimensión protofascista al situarlos por debajo de los “derechos democráticos”: al asemejar a negros quilombolas a un tipo de ganado, al decir que personas que “no pesan más que siete arrobas” no sirven “ni para producir”, el candidato los trata como seres inferiores a los animales, lo que trae un sentido profundo y diferenciado de barbarie.

Hasta ahora, hablamos más sobre lo que Bolsonaro no es que sobre lo que él es y lo que puede llegar a ser dependiendo de la coyuntura política. Era importante limpiar el terreno y apartar las confusiones recurrentes, pero ya es tiempo de avanzar hacia una caracterización precisa.

El bonapartismo en germen de Bolsonaro

Bolsonaro constituye un dirigente personal, con aires de bonapartismo, que no depende de la organización partidaria a la cual se afilia. Fue su candidatura que palanqueó al PSL y no lo opuesto. Es lo contrario del fascismo, en el cual el duce/führer adquiere toda una preeminencia, pero solo en la medida en que encarna los ideales oscurantistas del partido.

Bonapartismo y fascismo, y es bueno que se diga desde ya, son dos manifestaciones diferentes de autoritarismo. El primero es menos represivo que el segundo, menos totalitario, ya que no promueve la fascistización del Estado y de las instituciones. Para implantarse, el fascismo exige la unificación contrarrevolucionaria de la burguesía contra la amenaza proletaria, sobre todo en las situaciones de doble poder. En el bonapartismo, el escenario es el inverso con relación a la burguesía: solo puede surgir un árbitro sobre las fracciones de la clase dominante, un “Bonaparte”, cuando ellas están drásticamente divididas, cuando no consiguen componer un gobernabilidad mínimamente estable.

Como es evidente, un Bonaparte no surge del éter, no es simplemente plasmado por la realidad, Precisa ser construido en algún momento, generalmente a lo largo de la crisis política y social planteada, siendo proyectado como sujeto redentor cuando las fuerzas políticas en confronto se encuentran extenuadas e impotentes. Y para cumplir ese papel de árbitro del conflicto, de potencia que sobrevuela sobre los contendientes, precisa de poderes institucionales especiales; precisa que, en algún momento, la democracia liberal sea desfigurada de manera golpista (otro término livianamente vulgarizado en nuestra época), por medio de una adulteración del mecanismo de equilibrio de la separación de poderes en pro del Ejecutivo.

Obviamente, la concreción de ese bonapartismo depende no de la voluntad de Bolsonaro o de sus electores sino, antes, de factores objetivos, como el rumbo de las disputas en el parlamento, la mayor o menor docilidad del Poder Judicial frente al gobierno y, principalmente, las relaciones entre el jefe del Ejecutivo y las fuerzas armadas. Y al considerar esos factores, la hipótesis de un guiño bonapartista del régimen se presenta con un grado de probabilidad mucho mayor que en otros contextos. Si no, veamos.

Bolsonaro tendrá por delante un Congreso Nacional más fraccionado que nunca. El ascenso vertiginoso de su partido, que se tornó la segunda fuerza parlamentaria, no cambia el escenario de fragmentación, antes lo recrudece. El PSL surgió como una potencia partidaria emergente, rivalizando con el PT, pero aún hay por lo menos siete partidos con representación parlamentaria de “tamaño medio”. En cuanto a la agremiaciones burguesas menores, en la medida en que ella sobrevivan a la cláusula de barrera, es de presumir que continuarán organizándose en el Congreso en el célebre “centrón”. Luego, un eventual gobierno Bolsonaro no tendría una vida fácil, tendría que lidiar con las mismas adversidades que Temer y hacerlo con ellas de la misma manera, esto es, con un loteo de cargos y muchos favores políticos.

Con el agotamiento de esos recursos, un gobierno Bolsonaro se vería paralizado en cuestión de tiempo. Sin embargo, al contrario de lo que puede imaginarse de Haddad (que probablemente caería como Dilma Rousseff), o de aquel que fue el gobierno tapón de Temer (una gestión improvisada que podría darse el lujo de vegetar por un período) un presidente de perfil autoritario y militarista, en circunstancias como esas, podría arriesgar una aventura bonapartista. Podría desistir de las negociaciones con el parlamento y simplemente pasar por encima suyo, sirviéndose de las buenas relaciones que desarrolló con la cúpula militar en el último período, y gracias a la articulación promovida por el general Heleno.

Cerrar el parlamento, o al menos debilitar su poder de forma unilateral, es una medida típicamente bonapartista, y que se verificó en todos los regímenes de esa naturaleza. Pero lo que es propio del bonapartismo no es la pura y simple investidura del coturno y sí la fachada civil de poder, concentrada en el Ejecutivo y casi personalizada en el jefe del Estado. Así, lo que es común en ese padrón es la prevalencia desmedida del Poder Ejecutivo sobre los demás, incluso sobre el Poder Judicial. Así, cuando el general Mourão habla abiertamente de la posibilidad de un “autogolpe”, y cuando Bolsonaro propone, con todas las letras, insertar de una sola vez diez ministros correligionarios en el Supremo Tribunal Federal (STF), transformando la corte institucional del país en un mero órgano judicial de sello, lo que hay es la amenaza real de un cambio de régimen: no la dictadura militar en su modelo “clásico” latinoamericano sino un bonapartismo muy semejante, por mayor que sea la ironía, al que es practicado hoy en Venezuela.

Cabe agregar aún que los regímenes bonapartistas, por regla, surgen en momentos caracterizados no solo por la división interburguesa, sino igualmente por un descontrol en las calles, esto es, por enfrentamientos intensos entre grupos que reflejan, de modo más o menos distorsionado, los antagonismos de la lucha de clases. En esos enfrentamientos, la autoridad bonapartista se sirve del poder represivo del Estado para contener a sus adversarios, pero no raramente utiliza un turba regimentada para ese combate, muchas veces recurriendo al “lumpenproletariado”. La polarización se agudiza, los combatientes se muestran más audaces, con todas las desigualdades de ritmo que se pueden esperar a partir de un análisis concreto, incluso porque polarización significa una concentración de energías en regiones opuestas, significa irritación de los ánimos, nunca un idealizado estado de equilibrio o de paridad entre las fuerzas en choque.

Y por más que intente imponer brutalmente la estabilidad, el bonapartismo es el propio fomentador de crisis. Se trata del régimen más susceptible a perturbaciones relacionadas a circunstancias subjetivas: el pasaje de un gobierno a otro, por ejemplo, depende sobremanera de atributos individuales del Bonaparte y de su sucesor (capital político personal por encima de todo); hay un déficit en la impersonalidad del poder del Estado y que consiste, además, en una de las marcas más pronunciadas de la forma política estatal capitalista. Basta que se vea, en Venezuela, el recrudecimiento de la inestabilidad con el gobierno Maduro: se mantuvo el mismo régimen luego de la muerte de Chávez, pero el nuevo gobierno, siendo más débil, inmediatamente hizo sentir el estremecimiento de las instituciones. Al fin y al cabo, el Bonaparte no puede ser sustituido sin trastornos, y cuando se piensa en Bolsonaro, se sabe que nadie sino él, ni siquiera el general Mourão, podría cumplir el mismo papel frente a las masas y, por consiguiente, frente a la institucionalidad.

En el plano de las ideas, el bonapartismo es portador de un discurso de salvación nacional, movilizando la esperanza de que un hombre, un “héroe” –sea él un paladín de la justicia o un vengador– pueda encarnar la virtud y purgar todos los males de la nación. Ora, eso ocurre no en función de las cualidades personales del Bonaparte –muchas veces inexistentes, como era el caso del mediocre sobrino de Napoleón–, y sí por cuenta de la desesperanza de las masas, de su desencanto con la realidad política, de su credulidad desesperada en la figura de un sujeto heroico que pueda ubicarse por encima de las contradicciones existentes. De ahí el cuadro absurdo, pero aún así comprensible, que se diseña frente a nosotros: un parlamentario acomodado, inepto, dotado de los refinamientos de un troglodita psicótico, portavoz del oscurantismo, deja de ser representante de un nicho y absorbe para sí un séquito de desilusionados, ampliando sorprendentemente su área de influencia, avanzando mucho más allá del espacio que le estaría reservado en circunstancias ordinarias. Es precisamente por eso que poco importa la ineptitud de Bolsonaro para sus electores que no son de extrema derecha. Defenderlo es puramente un acto de fe, una creencia mesiánica. Pocos saben lo que él de hecho propone, incluso para combatir la corrupción, pero creen piamente en su honestidad, en su aura mágica de salvador de la nación, en una imagen que se sostiene en mensajes apócrifos de aplicativos de celular, y que valen más, en ese imaginario social de una era de irracionalidad, que los reportajes identificados de los medios de prensa, a los cuales, incluso no siendo la fuente pura y límpida de la verdad en todas las ocasiones, al menos traen consigo cierto grado de respetabilidad.

Por otro lado, la fuerza electoral de Bolsonaro también se expresa distorsionadamente, en una camada de la población, sobre todo de la clase trabajadora, que ya no tolera el retorno del PT en ninguna hipótesis, que está empeñada en castigar ese partido en función de toda su degeneración, y que ansía por una renovación inmediata, sin darse cuenta del peligro de la alternativa a la que se aproximó. Ese sector, así como el anterior, tampoco es fascista o nazista, y es un grave error tratarlo como tal, arrojándolo en una zanja común. Es de extrema importancia que mantengamos un diálogo paciente con ese sector, incluso hasta porque en el caso de que Bolsonaro venza, precisaremos de él para derrotarlo en las calles, precisaremos de su furia e indignación, que en algún momento se volverán contra ese impostor. De cualquier modo, es fundamental que se entienda que, desgraciadamente, el peselista (PSL) ha capitalizado de forma más efectiva un sentimiento anti PT que, para los trabajadores, es muy comprensible y justificado. Y si eso ocurrió, fue en gran parte porque la inmensa mayoría de las organizaciones actuantes en el movimiento de masas desperdició la oportunidad presentada por la ruina del petismo, no solo permitiendo que este se recompusiese (aunque muy parcialmente), sino entregando en bandeja la oposición radical al PT en manos de un facineroso. Hay que reconocer que fue solo una ínfima minoría en el interior de la izquierda que luchó por la ruptura total con el frente popular, negándose a cumplir el papel de línea auxiliar del petismo decadente, o de “puxadinho” [anexo], en los momentos más críticos.

Finalmente, y como un elemento más que se encaja, vale recordar que Bolsonaro viene construyendo en los últimos años su propia versión de la “Sociedad 10 de Diciembre”, fundada por Luis Bonaparte y compuesta, en la descripción de Marx, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, por “roués [rufianes] decadentes con medios de subsistencia dudosos y de origen dudoso, brotes arruinados y aventureros de la burguesía”. Es una coalición de fuerzas parlamentarias y extraparlamentarias que gira alrededor de su líder bonapartista, y que aglutina toda una escoria de bufones de los templos, “sheriff” que se parecen más con milicianos [paramilitares], aristócratas tropicales e incluso hasta estrellas del mundo pornográfico. La diferencia es que la “Sociedad 10 de Diciembre” se disimulaba como institución de beneficencia, al tiempo que el bando alrededor del presidenciable siquiera precisa vestir tal ropaje, ya que se nutre de toda una red de fake news, de la decadencia civilizatoria del capitalismo y, claro, de los errores reiterados del PT y sus satélites.

Por todo eso, la tarea más urgente planteada para la clase trabajadora brasileña es retardar por todos los medios esa tendencia de bonapartización del régimen, lo que pasa también por un combate electoral contra Bolsonaro. Pero cualquiera sea el resultado de las elecciones, la polarización social seguirá aguda, provocando las reacciones de barbarie que hemos testimoniado en los últimos días.

Algo más: incluso no siendo propiamente fascista, la candidatura del PSL en la actual coyuntura permite que agrupamientos minoritarios protofascistas, o incluso individuos adeptos a otras variantes de oscurantismo (misóginos, monárquicos, fanáticos religiosos, y otros), se sientan más a voluntad para intimidar a los(as) explotados(as) y oprimidos(as). Urge también, por lo tanto, la organización de la autodefensa de los explotados y oprimidos, para que las fuerzas nefastas que salieron de su cueva sean detenidas, para que la extrema derecha sea duramente repelida y obligada a arrastrarse de nuevo a la fosa de la cual jamás debería haber salido.

Es evidente que, de todas las tareas planteadas, la búsqueda de unidad para luchar, la construcción de un frente único para la lucha, y la preparación de la autodefensa de clase por parte del proletariado, son las más importantes. No obstante, en la media en que una victoria electoral de Bolsonaro traería más rápidamente el encuentro entre las condiciones objetivas y las condiciones subjetivas (el Bonaparte, su séquito y sus lazos estrechos con el generalato) para el bonapartismo, también se presenta la necesidad táctica de votar en el adversario del peselita. Hay que hacerlo, con todas las denuncias que caben contra el PT de Haddad y sin en ningún momento adherir a la exaltación de su figura o de su programa burgués. Mientras construimos prioritariamente las principales barricadas para repeler al bolsonarismo, por medio de los métodos y organismos de lucha del proletariado, debemos llamar al voto en la “13” para ganar más tiempo, por poco que sea, y para pasar a los trabajadores, también por ese medio, un mensaje sobre el riesgo nada menospreciable de un régimen más autoritario que el actual. Porque si es verdad que las elecciones por sí mismas no definen un cambio de régimen, también es verdad que, desde el punto de vista de las tendencias del bonapartismo, Jair Bolsonaro es el vector más apropiado para estas puedan concretarse en el próximo período. Frente a eso, los esfuerzos más simples no sustituyen a los más fuertes, pero tampoco deben ser descuidados.

Por último, no se debe olvidar que, como en todo, la lucha de clases dará la última palabra. Por más nefasta que sea, esa amenaza que asombra al proletariado brasileño puede ser enfrentada y derrotada por la organización, por el trabajo de base, y por la lucha directa. Un eventual bonapartismo bolsonarista puede sí ser combatido e incluso hasta derribado por la acción colectiva clasista, por la huelga general, por una necesaria rebelión contra el orden existente y contra sus más siniestros representantes.

Lea también: “Las grandes batallas aún están por venir” en www.litci.org

Artículo publicado en el sitio: www.pstu.org.br

Traducción: Natalia Estrada.

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